Siempre genera al menos un poco de curiosidad la mirada de quien nos ve como un otro. Ese efecto que los antropólogos llaman “extrañamiento etnográfico”. Todas esas cosas tan propias, tan “de uno”, vistas por quien las está conociendo y descifrando, habiendo llegado a ellas desde el lugar de un extranjero.

Los uruguayos, en particular, solemos tener cierto complejo de invisibilidad que nos lleva a buscar con lupa compatriotas destacados en el exterior –así sea limpiando vidrios– y menciones –aunque sea someras y desacertadas– a nuestro país en cualquier producción que venga desde las metrópolis culturales. Apenas hace muy poco, gracias a la proyección internacional de los discursos de José Mujica en la Organización de las Naciones Unidas, se generó internacionalmente un imaginario respecto de Uruguay como ese país progresista y liberal que legalizó la marihuana y el matrimonio igualitario, cuyo presidente vivía en una sencilla chacrita con su esposa y sus mascotas. Y, para mejor, hay playas.

Quizá esto haya contribuido a que el jurado del XIV Premio Tusquets de Novela “[haya] valorado la seductora evocación de la vida cosmopolita, libre y desprejuiciada de un grupo de familias en un lugar insólito, el Uruguay de los años sesenta, en contraste con la estrechez de España en ese tiempo, así como la reflexión sobre la experiencia de la libertad, el sexo y el paso del tiempo de una mujer que vivió como adolescente ese paraíso desprejuiciado y aparentemente feliz de los adultos”, y a que su autora, María Tena, quien pasó su infancia entre Dublín y Montevideo, haya decidido utilizar nuestra capital como escenario de su relato.

En Nada que no sepas, una madrileña, en medio de una crisis profesional y de pareja, decide viajar a Montevideo, ciudad en la que pasó algunos años de su adolescencia. Parte de los objetivos del viaje, obviamente, tendientes a un reencuentro con su pasado, consiste en aclarar las oscuras circunstancias de la muerte de su madre, Lucía, que marcó el fin de sus días felices en tierras uruguayas.

Probablemente uno de los mayores atractivos de la novela como retrato de un lugar y una época es la descripción de los usos y costumbres de las clases altas, una pieza que últimamente los cientistas sociales han encontrado seriamente faltante en casi toda descripción de las sociedades modernas. Este “grupo de familias” reside en el aristocrático barrio de Carrasco y vive un despreocupado verano entre días de playa y noches de fiesta. También la visión de estas familias pudientes uruguayas se encuentra tamizada por el extrañamiento de sus equivalentes hispanos, criados en el moralista y conservador contexto franquista, diferencia que se encarna en la actitud tímida y retraída de la madre de la protagonista: “Se cultivaban. Las exposiciones punteras, los últimos libros, la música que venía de Nueva York, de Europa. Iban a la estancia, pero no solo para acompañar a sus parejas o invitar a los amigos a un asado, sino para montar a caballo y que los muslos se les pusieran más duros, la cintura más fina, los pechos más firmes. Un mundo de gente guapa, muy natural, muy poco impostado. Nada que ver con el mundo formal y pretencioso de los ricos españoles. Ellos, ellas, eran más libres y más cultos, vivían desde hacía tiempo en una democracia y se les notaba”.

El retrato de Uruguay de la época es vivo y minucioso, incluyendo playas de aguas marrones, rambla, Punta del Este, calle de los libros en la feria de Tristán, y hasta algún tero. Durante toda la novela se intercalan dos relatos: el presente, es decir, el relato del viaje la protagonista en la madurez, y el de aquellos años de su infancia en Uruguay, que se reconstruye a partir de recuerdos pero también de revelaciones proporcionadas por personas que trató en aquellos tiempos.

En el segundo, la muerte de Lucía, que golpeará cercanamente a los personajes principales y su entorno, comienza la tragedia colectiva de los oscuros años 70. Entre los compañeros de aventuras de la protagonista en su juventud, uno de ellos se incorporó a la guerrilla tupamara y, consecuentemente, sufrió prisión y tortura. También hay unas páginas dedicadas a la tragedia de los Andes, en la que participan varios compañeros de clase del hermano de la protagonista.

No es observable, de todos modos, un análisis profundo de las contingencias históricas y políticas que llevaron a la guerrilla urbana y al gobierno militar en la historia reciente, aunque el relato del ex tupamaro Yuyo sea bastante fiel y detallado en cuanto a su experiencia personal en prisión. Apenas hay algunas líneas en las que Yuyo reconoce que “cuando salimos los que conseguimos sobrevivir, ya no éramos aquellos burgueses ingenuos que queríamos cambiar el mundo”, “[é]ramos pequeñas piezas de un ajedrez”. Y concluye que “[n]inguna patria pide tanto a sus hijos. Ninguna idea, por grande que sea, puede imponerse de esa forma”, de manera que su personaje quede lo más libre posible de antipatías políticas por parte de los eventuales lectores. De la misma manera, se evita piadosamente cualquier mención directa a la macabra estrategia de supervivencia de los implicados en la tragedia de los Andes. Quizá una de los puntos que pueden resultar poco satisfactorios de la novela consista en no ahondar demasiado en asuntos muy oscuros, en forma muy coherente con la usanza aristocrática de los personajes, que, como dice una de las viejas amigas de Lucía, “[p]odíamos salir por la mañana al supermercado, hacer la compra, ir a la farmacia por pañales y leche maternizada y acabar en un meublé de Punta Gorda revolcándonos con nuestro amante hasta la hora de comer. A las dos en punto, volvíamos a comer a Carrasco. El pelo en su sitio, el maquillaje impecable y las ideas claras”. Esta forma de esquivar los aspectos más sórdidos de la trama no la debilita tanto en lo que se refiere a su visión de la historia reciente (que, en definitiva, no es más que un escenario) como en la cantidad de sospechas e inquietudes que se abren sobre las responsabilidades del entorno de Lucía en su muerte, y que finalmente terminan en una romántica confusión, sin que ninguno de los personajes acabe por verse demasiado antipático, ni siquiera el padre consuetudinariamente adúltero y extremadamente seductor cuya sensible y atribulada esposa no sobrevive a una canita al aire.

En todo caso, esta última salvedad es más bien una cuestión de gustos, puesto que notoriamente parte de la intención de la autora y no de un descuido. Se trata de una novela muy bien escrita y de ágil lectura, que aporta una visión interesante sobre una parte de nosotros mismos desde otra perspectiva.

María Tena publicó varias novelas, muchas de ellas también premiadas, como El novio chino (2016), Tenemos que vernos (2003) y La fragilidad de las panteras (2010). Es también profesora de narrativa en la Escuela de Escritores de Madrid y miembro del consejo editorial de la revista Galerna.

Nada que no sepas. De María Tena. Montevideo, Tusquets-Planeta, 2018. 240 páginas.

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