Ayer, a los 67 años, falleció uno de los mayores guitarristas de la música popular argentina: Juanjo Domínguez, el virtuoso instrumentista que grabó 130 discos acompañando a grandes artistas como Roberto Polaco Goyeneche, Rubén Juárez, Edmundo Rivero, Horacio Guarany, Alberto Podestá y muchísimos otros, y editó 25 álbumes propios, además de recordados trabajos en los que versiona a Alfredo Zitarrosa, Chabuca Granda o The Beatles.

La suya fue una inclinación precoz. Si bien el guitarrista nació en Junín, al poco tiempo su familia se instaló en el conurbano bonaerense (Lanús), y allí comenzó todo: “aunque tocase la guitarra lo que me queda de vida, ni así le podría devolver todo lo que ella me dio”, dijo a Página 12 hace un tiempo, y contó que, a los cinco años, cuando veía a su padre (panadero) tocar la guitarra, “juguetear con unas notas” y ver que no le salían, él se dio cuenta qué sucedía, le pidió el instrumento y lo ejecutó. “A partir de eso mi viejo no tocó más y me mandó a estudiar. Un día, ya con seis años, le pedí llorando a mi mamá que me llevara a ver una película en la que Hugo del Carril hacía de Carlos Gardel [en La vida de Carlos Gardel, de 1939] y se me armó en la cabeza un lío bárbaro, porque a partir de ahí pensé que Hugo era Gardel, no lo podía entender. Cuando los amigos de mis viejos vieron que era fanático y me empezaron a traer cosas de Gardel, yo les decía ‘¡pero si ese no es!’”.

El músico que se dedicó, sobre todo, al tango y al folclore, se destacaba tanto de niño, que a los ocho años ya lo habían convocado en Canal 7 para participar en una audición junto al salteño Jaime Dávalos. Cuatro años después ya era profesor de guitarra, solfeo y teoría en la Academia Oliva (de Lanús), y, desde los 15, se dedicó profesionalmente a la guitarra popular (primero acompañando al cantante de boleros Rosamel Araya y luego a cantantes de tangos de la época).

Durante casi una década trabajó en el emblemático boliche tanguero Caño 14. Y, de entre los tantos que elogiaban su notable capacidad expresiva, se encontraba el Polaco, del que siempre recordaba alguna anécdota. “Jamás me pidió que bajáramos medio tono o que aflojáramos la velocidad del ritmo. Con ese poquito de garganta que le quedaba en el último tiempo lo vi hacer cada cosa...”, decía, antes de reconocer que siempre volvía a Goyeneche, y que aún seguía sorprendiéndose con cómo, con ese cachito de voz que le quedaba, le había pasado “el trapo a todos. ¿Por qué? Porque era distinto. Y eso es lo que vale. Y lo que yo quiero escuchar”, reconocía.

Hace poco tiempo, el gran defensor y artífice de la improvisación aseguraba que, cuando se pensaban demasiado las cosas, en general no salían bien, y por eso proponía “jugársela y chau”. “Así va a ser para mí, hasta que el flaco de arriba mande parar”, decía, y ese fue el principio que mantuvo hasta el final.