Picasso representa el triunfo de la voluntad. Llegó hasta donde llegó gracias a la potencia de su espíritu. La creatividad necesita poner el ego a trabajar, y él fue muy trabajador. Eso le permitió andar, porque como todos los artistas, Pablo Ruiz Picasso tuvo que hacer un viaje, una búsqueda.

En principio, Picasso es el fruto de los cambios de su época. Hay que pensar en la industrialización y el desarrollo de la ciencia, en el clima bélico y la consiguiente pérdida de fe en la idea de progreso, en la ausencia de una filosofía que sustituya lo que antes aportaba la religión, la irrupción del psicoanálisis, la crítica al arte académico, la aparición de la fotografía (que libera a los artistas de la necesidad de una representación realista). Ese es el germen de las vanguardias. Y el cubismo, creado por Picasso (y Georges Braque), es la madre de las vanguardias, ya que hace posibles los posteriores ismos.

La crítica ha resumido los aportes de Picasso en tres grandes ítems: la ruptura con la representación tradicional (heredera del Renacimiento) y su sustitución por una visión fragmentada que intenta abarcar las distintas facetas de la realidad, las perspectivas múltiples, y la incorporación del collage. Basta con pensar en estas tres cosas para darnos cuenta de que sin ellas el desarrollo del arte, tal como lo conocemos hoy en día, no habría sido posible.

Ahora bien, ¿las condiciones sociopolíticas alcanzan para explicar la aparición de un artista? No, desde luego. Sirven para explicar que no se trata de una casualidad, pero un artista constituye una singularidad: las condiciones son iguales o similares para muchísima gente, pero Picasso hay uno solo.

El camino del artista se parece a lo que Joseph Campbell llamaba “el camino del héroe”. Tenemos un individuo que abandona su aldea, hace un viaje, supera obstáculos y se enfrenta a su doble pero opuesto o a sus propios demonios, y después regresa y comparte con los suyos el conocimiento obtenido. En el caso del artista, ese viaje es interior y se expresa en el desarrollo de su obra. El pintor español atraviesa su conocido período azul, luego el rosa, y recién después comienza a encontrar aquello que lo hará único y reconocible para las generaciones futuras: el cubismo en sus distintas variantes. Por lo general, el período azul es asociado a la tristeza por la situación sentimental; luego, el rosa coincide con un momento de estabilidad afectiva, y la etapa cubista indica el camino hacia la madurez en la medida en que implica una nueva y más certera visión de la realidad.

Muchas veces, en Picasso no podemos dar por terminada una etapa, y hay que considerar caminos expresivos que se continúan de forma paralela, pero eso no nos impide comprender el sentido general de esos caminos, ya que todos son parte de un mismo viaje.

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Además, contar con una gran facilidad para el dibujo, el joven Picasso le prestó especial atención a los modelos griegos. Hizo suyo no sólo el canon de belleza clásica, sino también la mitología, de un modo similiar a Giorgio de Chirico. Es decir, se internó en los mitos desde la contemporaneidad para captar el poder atemporal de esos mitos. Posteriormente, en un breve período que algunos llaman “negro”, recurrió a la fuerza del arte africano y sus máscaras. Fue también un intento de recurrir a lo primitivo, que en definitiva tiene que ver con la intención de recuperar fuerzas originales, no contaminadas.

Eso es justamente lo que busca con su pintura: librarla de todo exceso y presentarla en sus predicados esenciales. Por eso decía que le había llevado toda la vida pintar como los niños, y por eso también se permitía afirmaciones como: “Todo el interés del arte se encuentra en el principio. Después del principio ya viene el final”. Liberar a un cuadro de lo innecesario es como sacarse un peso de encima. “Antes”, decía Picasso, “un cuadro era una suma de adiciones; en mi caso, es una suma de destrucciones”.

Picasso no se veía a sí mismo plasmando obras de arte, sino realizando una búsqueda. Por esa razón, le ponía número y fecha a cada una de sus obras, porque consideraba que entre ellas había un “encadenamiento lógico”.

Como ejemplo de esa lucha que se da en el viaje del héroe, del que el propio artista era consciente, aparece una de sus frases: “Cada cuadro, cada ritmo, cada color es una batalla. Una batalla contra uno mismo, contra la pintura”.

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Los obstáculos que Picasso encontró en su viaje no sólo fueron interiores. La crítica, durante años, estuvo dividida. Para algunos era un genio; para otros, un farsante. A este respecto, uno de mis episodios favoritos lo protagonizó el cineasta Luis Buñuel. En Mi último suspiro (1982), su libro de memorias, Buñuel cuenta que él ayudó a colgar el Guernica, pero poco después se arrepintió: “De él me desagrada todo, tanto la factura grandilocuente de la obra como la politización a toda costa de la pintura. Comparto esta aversión con [Rafael] Alberti y José Bergamín; a los tres nos gustaría volar el Guernica, pero ya estoy viejo para andar poniendo bombas”.

Picasso ha sobrevivido a todos. El clasisismo que según los críticos atraviesa toda su obra le permitió convertirse en un nuevo clásico. A esto hay que añadir la visión totalizadora que proporciona el cubismo al desnudar las distintas facetas de lo real. Y la anulación del tiempo provocada por la multiplicidad de las perspectivas acerca su obra a una instantánea del inconsciente. Todo esto lo sitúa en un espacio atemporal, donde viven los mitos.

Por lo demás, Picasso sigue viviendo en las divisiones que genera su obra. Esa tensión entre la admiración y el rechazo, que a veces puede darse hasta en el interior de un mismo individuo, asegura la vigencia permanente de su obra.