Mientras se mira el codo, como buscando una imperfección imposible, descansa lánguida con sus pies subidos sobre el asiento de otra silla. Al escuchar que alguien le habla, da un brinco y los baja con sorprendida elegancia. El sobresalto pretexta una familiaridad.

–¿Bailará esta noche?

–Sí.

–¿En qué papel?

–El de Anna.

Es verano en Seúl. Viéndola así, en pleno 2018, con una camiseta blanca y un short, nadie diría que es la misma que en el escenario llevará esos vestidos que son el sueño y la pesadilla de todo vestuarista. Caerá en brazos de Vronsky en puntas, leve como la nieve moscovita, pero ningún prodigio alcanzará la gracia con la que bajó sus pies esa tarde. Como si en vez de la Anna Karenina del Ballet Nacional de Corea fuese una heroína de Jean-Luc Godard.

¿Por qué no? ¿Quién puede decir cuál es el rostro que imaginó León Tolstói para esa mujer que abandona un matrimonio embalsamado en la costumbre y se enamora de un apuesto y joven oficial en la Rusia del siglo XIX? El cine, que podría ayudar, ha dado respuestas que nunca han sido del todo satisfactorias. ¿El de Greta Garbo en 1935 o el de Vivien Leigh 13 años más tarde? ¿El de Jacqueline Bisset medio siglo después de Garbo? ¿El de Tatiana Samóilova, que antes había sido la novia roja de Vuelan las grullas? Sin duda que no es el rostro de Keira Knightley, quizás sí el de Sophie Marceau.

Ahora Cinemateca trajo a sus nuevas salas Anna Karenina: la historia de Vronsky, una adaptación realizada por el cascarrabias director ruso Karén Shajnazárov (de origen noble y militancia comunista). Inteligentemente, no vuelve a pasar al clásico mecánicamente y por enésima vez por el cernidor de celuloide, sino que imagina un encuentro, en el frente ruso-japonés, de un envejecido conde Vronsky con el hijo de Anna. Mediante flashbacks, va mostrando momentos de la novela. Al verla se tiene el impulso de pensar que Yelizaveta Boiárskaia es al fin la Karenina definitiva. ¿Cómo podría lucir diferente?

Sin embargo, basta tomar el libro para darse cuenta de que no hay una única Anna porque, al menos en español, ni siquiera hay una única novela. Por fortuna ahora se cuenta con la premiada traducción de Víctor Gallego, editada por Alba en 2012, que refresca el modo en que “suena” en castellano. Atrás quedan buenas versiones, como la de Leoncio Sureda (un raro traductor español que en paralelo escribía libros sobre satanismo) y Alfredo Santiago Shaw, editada por Cátedra, pero también otras que más vale olvidar.

Por más traducciones que se comparen, sin embargo, quedará sin saberse, después de todo, cómo lucía en la mente de Tolstói el rostro de Anna Karenina. El codo sí. El codo, se dice, era el codo perfecto de la hija de Aleksandr Pushkin.