Georgia es un pequeño país de cuatro millones y medio de habitantes, situado en el límite entre Europa occidental y oriental. Se trata de una nación muy antigua, cristianizada en el siglo VI y famosa por sus tesoros arquitectónicos medievales. Después de la revolución bolchevique pasó a ser parte de la URSS (habitualmente pocos recuerdan este dato, pero de la misma manera en que Adolf Hitler no era alemán sino austríaco, Iósif Stalin tampoco era ruso sino georgiano). Como a muchas de las naciones periféricas del mundo soviético, la caída del socialismo real dejó a Georgia completamente acéfala, en un liberalismo para el que no estaba preparada, lo que dio lugar a nuevas intervenciones de sus vecinos rusos. Desde 1991 hasta ahora, pasó por cinco guerras.

El año pasado, Georgia fue invitada de honor en la Feria del Libro de Francfort. La vedette de sus novedades editoriales fue este grueso volumen de un millar de páginas titulado La octava vida, escrito originalmente en alemán por Nino Haratischwili, nacida en 1983 en Tiflis, capital de Georgia, y residente en Hamburgo.

En entrevistas, la autora ha dicho que su intención era escribir sobre la Georgia de su tiempo, marcada por el caos del colapso socialista, pero en el proceso decidió que resultaría difícil hacer comprensible la historia si no se remontaba hasta, al menos, un siglo antes. Por tanto, se tomó el titánico trabajo de crear una saga familiar que abarca seis generaciones, comenzando en los años previos a la Revolución de Octubre y finalizando en la primera década del tercer milenio.

El trasfondo histórico-político está muy precisa y detalladamente descrito, y adecuadamente inserto en la trama. La ya mencionada revolución bolchevique, la Segunda Guerra Mundial, las temibles purgas estalinistas, la Primavera de Praga, el reformismo de Mijaíl Gorbachov, la disolución de la URSS... No hay hito fundamental de la Historia soviética que no tenga su lugar en el relato, siempre afectando las vidas de los personajes y aportando hechos no muy conocidos, gracias al punto de vista poco habitual de una nación periférica a las metrópolis del bloque socialista. Particularmente interesante es el retrato de Lavrenti Beria, oscuro personaje que dirigió las purgas estalinistas en Georgia, en la novela llamado “el pequeño gran hombre”.

En cuanto a la historia con minúscula, la que cuenta la novela, las posibles comparaciones podrían hacerla menos atractiva de lo que en realidad es. Se trata de una fórmula muy conocida y casi siempre rendidora a nivel de ventas: saga familiar con gran preponderancia del punto de vista femenino, un patriarca severo y poderoso y algún que otro elemento de realismo mágico. En algunos momentos, las similitudes con La casa de los espíritus, de Isabel Allende, son tan flagrantes que apenas puede creerse que no haya una intención consciente. La bisabuela Stasia tiene mucho en común con la abuela Clara, aunque sus poderes paranormales no sean tan espectaculares y se limiten a ver a sus seres queridos difuntos. También hay un personaje en la última rama del árbol genealógico que cuando termina la novela aún es una niña,1 sobre la que se deposita la esperanza de sanar el destino trágico del linaje. Pero especialmente el abuelo Kostia Dszashi, oficial de Marina y jerarca de la MVD (sección georgiana de la KGB) parece un calco del poderoso don Esteban Trueba creado por la Allende.

Podría aburrir, pero en verdad resulta entretenido observar cómo en dos clases que se encuentran en tales antípodas ideológicas, como las elites de la inteligencia soviética y la oligarquía terrateniente chilena, puede generarse prácticamente el mismo personaje. A veces, teniendo en cuenta la postura política que se desprende de las páginas, cabe preguntarse si las referencias al realismo mágico latinoamericano obedecen a una verdadera afición de la autora o son una deliberada cachetada a las izquierdas liberales occidentales por haber idealizado el socialismo real, propinada desde los tópicos literarios de sus propios referentes culturales. Intencionadamente o no, funciona.

Es aquí donde se encuentra la vuelta de tuerca a recursos que de otra manera resultarían demasiado trillados. En esta historia no hay héroes. La crueldad con la que se caracteriza al poder soviético tampoco conlleva una idealización de sus opositores políticos. Los movimientos independentistas georgianos son retratados ya como pintorescos pero inoperantes grupos contraculturales, ya como brutales mercenarios mesiánicos. No obstante, a muy pocos personajes excepcionalmente poderosos cabe achacarles maldad, porque es muy acotado aquí el espacio de la voluntad individual.

Es tal el desencanto que transmiten estas páginas, que hasta el realismo mágico parece sentirse incómodo. En realidad, nunca queda claro si los fantasmas que ve Stasia son reales o fruto de su imaginación senil. El otro elemento mágico es una irresistible receta de chocolate creada por el tatarabuelo (posiblemente un guiño a otra novela muy famosa de la mexicana Laura Esquivel), que al parecer debe administrarse en pequeñas dosis porque atrae desgracias, pero nunca terminamos de saber si tal maldición existe. Los personajes creen en ella o no según las circunstancias (la autora, en una entrevista para la agencia de noticias Efe, lo explica en relación con la reflexión, permanente en la novela, sobre el lugar de la libertad individual: “Si pienso que dependo de una instancia superior, le doy el poder, bien sea la iglesia, el Kremlin o el chocolate”).

La fórmula aplicada aquí suele rendir para adaptaciones cinematográficas, al punto de que en las muchas obras que la utilizan parece que quien escribe ya está viendo la película. Pero en este caso podría haberse pensado más bien para una serie de Netflix, de esas que provocan pantagruélicos atracones. Pese al aparente realismo mágico, lo que hay de fondo es la más rancia tradición del realismo ruso decimonónico, que desarrolló la mayor parte de los recursos narrativos destinados a provocar ese irrefrenable deseo de saber qué pasa en el próximo capítulo, utilizados posteriormente por todos los relatos seriados de consumo masivo. Y al que tampoco faltan guiños, como el nombre de Kitty, tomado de Ana Karenina y aplicado a uno de los personajes más queribles: la hermana de Kostia exiliada en Londres y devenida estrella de la canción popular.

Hay que decir que, una vez que se le hinca el diente a esta voluminosa obra, realmente quita el sueño. Por la intriga que despierta cada secuencia, por la cantidad de información histórica que trae, y por el impulso a reflexionar, no sólo sobre hechos históricos, sino en torno al problema filosófico de la libertad individual, de hasta qué punto un individuo es capaz de decidir su destino cuando este se halla inscrito en los vaivenes de su tiempo.

La octava vida (para Brilka). De Nino Haratischwili. Madrid, Alfaguara, 2018. 1.004 páginas. Traducción de Carlos Fortea.


  1. En La octava vida Brilka cumple la función que Alba tiene en la película La casa de los espíritus, aunque no en la novela original.