Con las piernas de un cosaco, la estampa de un lancero de los tercios de Flandes y el vuelo de un derviche, Eduardo Guerrero ya se había ganado la plaza en el primer alto de la faena. Pocas veces se vio un teatro Solís tan entregado a un artista. Ya vendrá Nuria Espert a decir su Romancero gitano mañana, pero la calavera de Margarita Xirgu ya estará despierta cuando eso suceda. El golpe de los tacones de las botas de Guerrero levantó a los muertos más ilustres.
¿Qué pensarán de él los que realmente saben de flamenco? Digamos, por ejemplo, los viejos parroquianos de la peña del callejón del Niño Perdido, de la Córdoba andaluza. Esos que se sentaban de espaldas al tablao para que su oído no se contaminara con la vista. ¿Se habrían estremecido con el cante de las tres mujeres que arriba del escenario hacían mucho más que acompañar al protagonista? Por momentos las voces (de Anabel Rivera, Samara Montañez y May Fernández) parecían el combustible que fogoneaba la energía del bailaor.
Incluso cuando el espectáculo cedió a dos o tres lugares comunes, Guerrero se sobrepuso y construyó algo que era flamenco sin quedar encerrado en el flamenco. Para no caer en el foso de la tradición envarada, se dejó salvar por gestos de danza contemporánea y por el eco de sus ocasionales colaboraciones con las artes visuales de vanguardia. Y cuando parecía que podía caer en el otro foso, el de la experimentación por la experimentación misma, las voces de las mujeres lo tironeaban de regreso al útero de Cádiz. Súmese un vestuario exquisito, una iluminación precisa y una amplificación inusualmente limpia. No faltó nada el jueves 28 en el Solís. Solamente, quizás, francotiradores que acabaran con esos celulares que se encendían de manera intermitente en las butacas.
Pero ¿qué pensarán de él los que realmente saben de flamenco? ¿Es posible ver danza flamenca después de Antonio Gades y su ética de la belleza y la honestidad del artista? Puede verse y puede hacerse cualquier arte después de cualquier cumbre. Lo que no se puede hacer, si la cumbre en que se espeja lo nuevo fue verdadera y no espejismo, como enseñaba Idea Vilariño, es “retroceder impunemente”.
Por eso, una vez más: ¿qué pensarán de él los que realmente saben de flamenco? Porque quizás todo lo vivido en el Solís haya sido una alucinación colectiva nacida de la falta relativa de costumbre. Ajeno a esa duda, Guerrero, que no reniega de la tradición ni de los maestros –sean Gades o Carmen Amaya–, dijo en una ocasión: “A veces el flamenco es un muro que no te deja avanzar. Yo no me paro: choco e intento escalarlo para ver qué hay del otro lado”.