Scott Walker y los ojos claros de querubín, casi haciéndole caso a su apellido original (Engel) en la portada de un disco de 1959: los tiempos de la inocencia, la voz aún terrenal, caprichosa y seductora, que en unos años devendría grave y celestial. Scott Walker entrando a un auto zarandeado por una turba de chicas enloquecidas cuando en las portadas de revistas de actualidad la fuente utilizada para mencionar a The Walkers Brothers (su grupo) estaba en negrita, y a The Beatles en simple. Scott Walker de bufanda carmesí cayendo al suelo y lentes negros infranqueables: es 1967, y con un poco más de cuero podría perfectamente aparecer en la contraportada de un disco de The Velvet Underground. Scott Walker después de descubrir a Jacques Brel en el desordenado apartamento de una conejita de Playboy alemana: después de esa noche, su vida cambiará por completo y lo veremos cantando “Matilda” de camisa con volados en las mangas. Después, mucho tiempo después, Scott Walker en la película Pola X (Leo Carax, 1995) dirigiendo a una orquesta industrial en una fábrica ocupada por un grupo de insurrección anarquista: la mirada huidiza, mirando al suelo mientras toca la guitarra. Y casi al final, Scott Walker semipelado, la gorra de visera baja que despliega una sombra densa que no nos deja ver sus ojos: una mancha negra que más que sombra parece esas caras arrancadas por un mordisco animal en los retratos de Francis Bacon.

El dueño de una de las voces más peculiares y los universos más impenetrables de la música del último siglo murió la semana pasada y todavía es difícil elegir con cuál versión suya quedarnos.

Mi descubrimiento de Scott Walker va casi en dirección opuesta a la de la mayoría que accedió a su música, casi siempre por medio de su época de crooner, quizás al mando de la tetralogía impecable y orquestal de sus primeros trabajos en solitario (los lacónicamente bautizados Scott 1, 2, 3 y 4), o quizás retrotrayéndose aun más atrás, con los hits sesenteros de esa suerte de boy band que eran los Walker Brothers, responsables de algunos éxitos inmensos como “The Sun Ain’t Gonna Shine Anymore”.

Un mundo propio

La primera vez que escuché un disco de Walker fue de pura casualidad, durante un invierno de 2006, cuando en la lista de reproducción de mi mp3 apareció el disco The Drift, que acababa de salir y yo me había bajado sólo por la tapa, sin tener idea de lo que era. Recuerdo que sonó “Cossacks Are” y los audífonos se llenaron de un enjambre de violines que mantenían la misma nota aguda, mientras una batería sincopada y un bajo retumbaba de forma invasiva, como ninguna otra percusión que hubiera escuchado en mi vida. Y entre todo aquel caos apareció la voz dramática y languideciente de Walker, como si uno estuviera tras bambalinas, escuchando los diálogos de una siniestra obra de teatro. The Drift es un disco violento, tanto por el contenido lírico (es un disco marcado por la paranoia post 11 de setiembre, y por la cornucopia de dictadores y sucesos terribles narrados por el cantante) como por una cuestión sónica, vinculada a ciertos timbres, a lo percusivo y la gravedad invasiva de los bajos y cellos.

A eso se suma la irrupción de sonidos extraños y aterrorizantes como el rebuzne desesperado de un burro, una perturbadora imitación del Pato Donald, piñazos distantes a trozos de carne y más y más secciones de cuerdas que se caen, a veces como un gélido alud, a veces como un montón de avispas saliendo de un panal pateado. Salvo por la pesadilla del padre matando a su familia en “Frankie Teardrop”, de la banda Suicide, nunca había percibido, ni con el cine, ni con la literatura, un terror igual. Inmediatamente supe que tenía que saber todo sobre este hombre que ni aparecía en la portada del disco, y cuyas fotos casi exclusivamente databan de los sesentas.

Ahí fue que descubrí lo más impensado: lo que había escuchado de Walker era la última faceta, completamente extraña, de una vida marcada por la orfebrería pop de cámara, con baladas aparentemente románticas a lo Burt Bacharach, o incluso Frank Sinatra. Pronto sucumbí al encanto de los arreglos, al pop confeccionado como una gigantesca catedral, con crescendos dramáticos de violines, trombones y cornos franceses.

En una primera instancia, trazar la línea que une al Walker crooner y romántico de los sesentas (ni que hablar del chico que hacía desmayar a chicas en su antigua formación) con el hombre reclusivo y críptico de sus últimos trabajos parece un trabajo imposible, bizarro. Hablando con otra gente sobre el tema, he tratado de encontrar algún equivalente hipotético de la actualidad, y lo más cercano que se me ha ocurrido es esto: imagínese, en 30 años, a Justin Bieber convertido en un señor de las tinieblas, sin ningún domicilio reconocido, lanzando un disco sobre enanos en tiempos de Atila, técnicas de tortura de la CIA, asesinatos en masa, Slobodan Milošević, Ingmar Bergman, enfermedades venéreas y mitología griega.

Más allá de las sorpresas, ya en los primeros trabajos de Walker puede descubrirse el germen de mucho de lo que ocurrirá después. Es difícil dar con la canción germinal, pero posiblemente esté en un punto entre el Scott 2 (1968) y el Scott 3 (1969). Todavía bajo la sombra de su maestro Jacques Brel (en lo personal, siempre consideré que los aprendizajes que obtuvo de él fueron mucho más valiosos que sus covers, casi siempre incapaces de reproducir en ese tono demasiado cantado la auténtica actuación del belga), los temas realmente distintos compuestos por Walker crecían como hongos distantes, al abrigo de la humedad y la sombra. Quizás la entrada al universo walkeriano sea la canción “It’s Raining Today” (con la que empieza Scott 3), en la que una sección de violines hace una obertura con un equilibrio tenso entre varios semitonos –sol, sol sostenido y fa sostenido al mismo tiempo–, casi como si encontraran el punto exacto que separa lo beatífico de lo ominoso.

La voz entra apaciguada y las guitarras acústicas -con una tímbrica cercana al arpa- hacen contrapeso para generarnos una sensación de melancólica placidez, pero hay algo en los violines, que no nos deja sentirnos del todo bien. Esta mezcla de consonancia y disonancia es la primera marca de fábrica de la obra de Walker, que la lleva cada vez más hacia el extremo, y en sus últimos trabajos experimenta más a fondo en estos vericuetos.

Lo que aparecía como un borrador en Scott 3 ya sería presentado en un bloque conceptual y sonoro en Scott 4. Con los impecables arreglos orquestales de John Franz (algo así como el Phil Spector del Reino Unido, sobre todo en la manera de combinar la música de cámara con el famoso “wall of sound” de esa época) el cuarto disco solista ya se metía más de lleno en el mundo de Walker con “The seventh seal”, que es algo así como una adaptación musical de la famosa película de Ingmar Bergman, pero repensada en los terrenos de Ennio Morricone, para después seguir con temas que alternaban entre baladas románticas (“The World’s strongest man” tiene algo de esas baladas estadounidenses perfectas hechas por Glenn Campbell, como “Wichita Lineman”) y dramas celestiales como “Boy Child”.

Después de una sucesión de discos número uno, Scott 4 fue un inesperado desastre comercial que llevó a que la compañía se deshiciera de sus copias al año siguiente. Ya por aquel entonces Walker era un hombre reclusivo, con una serie de autoexigencias exasperantes que desde muy temprano lo llevaron a apartarse de todo lo asociado a los medios -estamos hablando de un chico que con veintipocos años, y en el pico de su popularidad, abandonó a su banda para internarse en una iglesia a aprender canto gregoriano- y el fracaso comercial lo sumió en una depresión profunda que se mezcló con una fuerte afición al vodka y los tranquilizantes. Ahí comienzan los años olvidables de Walker, con una serie de discos más easylistening en los que los destellos de su genio se ven apenas, como el titilar de un planeta muerto.

La sorpresiva obra de arte

Luego de una reunión con sus antiguos compañeros de banda –con timoratos resultados comerciales–, Walker se enteró de que la disquera estaba a punto de fundirse y con ella terminaba el extenuante contrato que había marcado su vida. La leyenda dice que Walker juntó a sus compañeros y les dijo “miren, la disquera va a cerrar en breve, agarremos esta guita y hagamos el disco que nos dé la gana”. El resultado de aquel encuentro es Nite Flights (1978), una inesperada obra de arte del space rock, extrañamente adelantada a su tiempo.

Muchos dicen que en el puente que siempre existió entre Bowie y Walker (Bowie admirándolo en sus primeros años, cuando Walker era una estrella y él todavía trataba de configurar su estilo y presencia escénica), Nite Flights es el momento en el que el maestro, luego de perder su camino, recoge algo de su alumno -ya devenido estrella glam internacional- y le devuelve un disco como un descomunal revés de tenista. Nite Flights es algo así como la respuesta a Heroes (1977), y no llega a ser un disco perfecto sólo por la forma en que los integrantes se repartieron democráticamente los temas. Sin embargo, parte de lo fascinante radica ahí: los primeros cuatro temas son de Scott, el quinto y sexto de Gary Leads y los últimos cuatro de John Maus. En esa construcción simétrica casi tenemos una resonancia magnética de cómo funcionaba la banda, y cuál era el perfil de cada uno (sólo resaltando, ahí más que nunca, el genio de Walker entre sus otros compañeros).

Los primeros cuatro temas de Nite Flights son, para muchos, lo mejor que hizo Walker en toda su carrera, y son cuatro canciones que tranquilamente podrían componer un EP casi conceptual. Seis años después llegaría Climate of the Hunter, un disco que tiene, en lo devastador (el fiel relato de la depresión de Walker durante esos últimos 20 años), lo que después Tilt (1995) tendría en opresión. Y luego, se sumiría en el silencio de nuevo.

Los últimos trabajos de Walker están marcados por estos lentos procesos de confección, en los el músico se dedica años a escribir las letras, más como un director y productor de cine que tiene que diagramar un guion y pensar cómo entran o salen de escena ciertos instrumentos que como un simple músico. Quizá uno de los testimonios más interesantes sobre su persona venga de parte del productor de su disquera, Peter Walsh, que dice que cuando Walker terminó Tilt, lo llamó para que fuera al estudio y lo escuchara por primera vez. Walker, ya con la distintiva gorra de béisbol tapándole los ojos, puso el disco a todo lo que daba en unos parlantes gigantes y, al segundo tema, el tipo de la disquera le preguntó si podían escucharlo en un equipo más pequeño. El músico respondió: “Sin ánimo de ofender, me gustaría escuchar el disco en estos parlantes más grandes, porque será la última vez que lo haga”.

Walker nunca reescuchó sus álbumes, y contaba que, al terminarlos, el esfuerzo y lo anímico puesto en juego eran tan extenuantes que no podía volver a tocar nada de eso (efectivamente, salvo por una gloriosa participación en solitario en Jools Holland, Walker casi no tocó en vivo durante los últimos 30 años).

Cuando uno escucha a Walker puede imaginarse algo así: un hombre que despegó en una nave celestial con “Boy Child”, recorrió las galaxias en busca de Dios, y reapareció en Tilt, 25 años después, como un astronauta torturado que volvía del más allá habiendo visto cosas que no debía. Su escritura, loca, desesperante, llena de extrañas notas al pie, fue pareciéndose cada vez más a la transcripción literal, sin filtrar del inconsciente, hasta llegar a su punto cúlmine en Bish Bosch (2012).

No sé qué se imaginaba o qué sabía Walker de lo que sucede después de la muerte. Creo, incluso, que me da miedo saberlo. Sin embargo, la última imagen con la que prefiero quedarme es la de él grabando un mensaje de cumpleaños a Bowie en un programa de radio, en 1997. En la cinta le agradece por la forma en que siempre apoyó a otros artistas y culmina diciendo: “que tengas un maravilloso cumpleaños. Y, dicho sea de paso, el mío es el día siguiente al tuyo, así que voy a tomar un trago por vos, al otro lado de la medianoche ¿Qué te parece?”. Se puede escuchar la garganta de Bowie tragando saliva, y durante unos segundos habla con la voz entrecortada, diciendo: “Parece que vi a Dios en la ventana”. Ahora, a una semana de la muerte de Walker y a tres años de la de Bowie, los pienso a los dos más tranquilos, pudiendo tomar un trago juntos, en al otro lado de la medianoche.