Lo indecible. De esa manera se nombra el dolor cuando no puede nombrarse. Ese que parece provenir “como del odio de Dios”, para tomar prestada la expresión de César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892). No deja de ser un acto de justicia que su libro Los heraldos negros se haya impreso en los talleres de una cárcel, hará en julio cien años.
Cuando Salvador Puig (Montevideo, 1939) fue herido por la noticia de la caída de Ernesto Che Guevara, escribió su propio poema sobre lo indecible y creó el mantra más célebre de la poesía política vernácula: “Las palabras no entienden lo que pasa”. Esas palabras, dice Puig, “que tuve y que no tuve / para llamar al mundo y que viniera”.
Alguna vez habrá que entender el lugar que le cabe a la poesía en evidenciar el lugar del lenguaje y, por medio de ella, poner en evidencia el mundo, para que pueda ser transformado. Nombrar no alcanza. Pero hay que empezar por nombrar bien. El término “Romanticismo” es un claro ejemplo. Quienes habitamos el castellano asociamos ese movimiento con el amor romántico, cuando en verdad deriva de la palabra francesa roman, que significa “novela”. Y la novela, como postuló Gao Xingjian al aceptar el Premio Nobel en 2000, no es otra cosa que el reino de la libertad.
Así que sí, La sílfide, actualmente en cartel en una puesta casi perfecta (incluso en sus imperfecciones) del Ballet Nacional del SODRE, es la pieza más representativa del Romanticismo, pero nada tiene que ver con un tonto enamoramiento, sino con la libertad y su pérdida. Es, entonces, un ballet romancesco (antigua forma, lamentablemente caída en desuso, para nombrar los productos de ese movimiento del siglo XIX, predecesor de todas las radicalidades posteriores, desde el nihilismo premarxista hasta el punk británico).
Visto de ese modo, el noble escocés que tiene por protagonista no es una figura del estilo de don Juan –quien se hubiera quedado con la novia y hecho del coro de sílfides su harén clandestino–, sino que el verdadero héroe resulta su rival, capaz de todo para alcanzar el corazón de la mujer que ama. Al ver el modo, a lo Anna Karina, en que baila Lara Delfino, resulta impensable que un novio en sus cabales abandone a su prometida el día de la boda por ir detrás de una alada promesa. Tan alada que hace que enseguida se recuerde que La sílfide introdujo en el ballet clásico sus dos símbolos principales: la zapatilla de punta y el tutú. El abandono de la carnalidad tangible por esa etérea pureza sería muy anti siglo XIX –lord Byron jamás lo hubiera hecho en la vida real y es Byron la medida de todas las cosas de su tiempo– de no ser por la figura de la hechicera. El novio lo deja todo y corre tras la sílfide porque su voluntad está nublada por la manipulación de la bruja. Libre, es decir, romancesco, es su antagonista, que, como un Belmondo decimonónico, demuestra que Anna Karina, al igual que el Palacio de Invierno, bien vale cualquier ardid.