Importa la belleza, no la verdad. Esta afirmación es en muchos casos falaz, ya que lo bello es una de las formas en las que se manifiesta lo verdadero. Uno de sus avatares, dirían los hinduistas. En Medea, Pier Paolo Pasolini intenta sostener esa tesis todo el tiempo, aunque a la vez, dialéctico al fin, la cuestione.
La compleja maquinaria etnográfica que el artista italiano construye para su película, en la que parece que está filmando un documental con los habitantes reales de hace 3.300 años, carece de base histórica. Es antropología ficción. Sin embargo, el resultado transporta con tanta verosimilitud hacia un imposible –el mundo real de la irrealidad del mito protohelénico del vellocino de oro– que deja la sensación de ser el testimonio más fiel de la cultura material y espiritual de esa era legendaria, varios siglos más antigua que la Antigüedad.
Así que también podría decirse, en una negación de la falacia del comienzo, que a Pasolini le importa sobre todo la verdad. Tanto, que cuando no le es posible disponer de pruebas científicas, ya que no hay excavación arqueológica que pueda llegar tan hondo como se necesita para llegar al tiempo de Medea, igual llega. Porque elige alcanzar la verdad mediante el camino de la belleza.
Es más extremo todavía. Hay momentos en que para Pasolini la belleza no parece ser el camino sino el fin. Como si el mito griego fuera sólo una excusa para desplegar una desmesura estética sólo comparable con otras dos películas del mismo año: semejante en preciosismo a El color de las granadas, de Sergei Paradjanov, y en desborde alucinado a la genial Antonio das mortes, de Glauber Rocha, tema de la anterior entrega de esta columna. Tres films que se estaban rodando a la vez en 1969 y que hoy están disponibles en Youtube.
Pasolini se desentiende de cualquier tipo de lógica histórica (hay castillos cruzados y capillas cristianas) y se apoya en la irrealidad lunar del paisaje de Anatolia, en el rostro de Maria Callas (que no canta) y en el desenfreno operático de la imaginación del vestuarista Piero Tosi. Se apropia tanto del mito que usa con naturalidad un centauro (sí, un actor al que introduce en un artilugio que semeja un cuerpo de caballo) para sostener la dualidad entre lo sagrado y lo profano.
¿Y la crueldad? Porque si sólo se tratase de hacer girar entre los dedos lo verdadero y lo bello, como dos caras de una misma moneda, estaríamos ante el capricho de un esteta. Pero Pasolini es mucho más que eso. Pasolini es también el autor que dejará el testamento descarnado de Saló, o los 120 días de Sodoma, quizá la película más dura jamás filmada. Ese futuro ya está contenido en algunas escenas de Medea y forma una tercera cara, junto a la verdad y la belleza, que la vuelven un producto netamente pasoliniano. Puro materialismo mítico.