No puede ser cierto eso que, por un instante, intuye. Lo único real es que la invitó a un paseo en bote, como cuando eran novios. Así que se ha puesto su mejor vestido y el sombrero de paja entretejida. Es verdad que últimamente él parece haberse convertido en otra persona, hechizado por esa mujer de la ciudad. Pero la invitó a un paseo en bote después de tantos meses, así que nada puede salir mal.

De este lado de la pantalla se sabe lo que pasa. No es posible asegurar cómo lo habrá tomado un espectador del momento de su estreno, ya que hay siglos de distancia respecto de la sensibilidad de 1927, año del lanzamiento de Amanecer, plena agonía del cine mudo. Hoy, que la podemos ver en Youtube, es fácil torcer el gesto ante esta versión femenina de El cartero llama dos veces: amante convence a uno de los cónyuges de que mate al otro para vivir una pasión sin obstáculos. Ese es el “qué”, la simple anécdota. La maestría del director está en cómo lo cuenta.

Amanecer, de FW Murnau (Bielefeld, 1888), fue la primera experiencia en Hollywood de un director que a sus espaldas traía obras maestras como Fausto o Nosferatu. Algunos planos inclinados de la cabaña, algunas sombras, ciertos climas nocturnos permiten recordar que en su genoma hay trazas del expresionismo alemán. Pocas. Murnau no era un expresionista puro. Menos ahora. Si bien trajo en la maleta el guion de Amanecer escrito por Carl Mayer (guionista de El gabinete del doctor Caligari), lo filma en un país que tiene vocación de pradera y amplitud.

La síntesis que logra entre esas dos jóvenes tradiciones asombra. Un manejo de actores que –salvo en el protagonista masculino– transmite la tensión con sutileza. Una cámara que parece sentirse cómoda tanto en la vibrante claustrofobia de la gran ciudad como en el bucólico romanticismo del plenilunio sobre un lago. Pulso inusual para filmar la catástrofe natural. Suavidad en las transiciones entre registros: del thriller al melodrama y luego a la comedia, para terminar retomando el suspenso con la duda de si irrumpirá, o no, la pesadilla de lo trágico. Audacia para superponer la fantasmagoría de una ansiedad sobre lo que está mostrando la cámara. Libertad para jugar con los intertítulos: cuando la amante sugiere que el marido ahogue a la esposa, las letras chorrean acuáticas.

Envejecer bien es un arte. Algunas películas lo desconocen. Exigen que el presente les disculpe las limitaciones de su tiempo. Otras, como Amanecer, mantienen el imán de su fascinación. Se olvida, a poco de empezar a verlas, que sus herramientas provienen de la prehistoria de la técnica cinematográfica. Es verdad que su sensibilidad es mojigata, pero el magnetismo perdura, aunque su moralina se haya hundido.