Una incansable búsqueda enciende escenarios de Nueva York, Buenos Aires, Tokio, Bangkok, San Pablo, Beirut, Londres, Caracas. Impulsado por el desafío del riesgo, Sergio Blanco potencia un juego de construcciones infinitas y transforma al teatro en un espacio de acontecimiento, acoplando frustraciones, tabúes, sueños. Tal vez, cuando estudiaba en un colegio jesuita o cuando llegaba a París a los 22 años, después de recibir el Florencio revelación, Blanco fantaseó con la idea. Pero seguro no sospechó la magnitud de una obra que no deja de versionarse y publicarse alrededor del mundo, de ganar premios impensados (como el Theatre Awards griego y el Award Off West End británico, sólo por nombrar algunos), de engendrar su propia aventura.

En agosto de 2013 Blanco estrenó Tebas Land, una obra sobre el legendario mito de Edipo y un muchacho preso por haber matado a su padre, enmarcada en una cancha de básquetbol en la cárcel, con la que comenzó a trabajar el cruce de relatos reales y ficcionales conocido como autoficción. Después, en Ostia (2015) fue la primera vez que se subió a un escenario, con una puesta que desarrolló junto a su hermana Roxana y en la que ambos repasan la infancia y el pasado compartido. En La ira de Narciso (2015) Gabriel Calderón interpretó a un personaje llamado Sergio Blanco, alternando el mito de Narciso y la intriga policial, y en El bramido de Düsseldorf (2017) alternó mitos modernos y contemporáneos con la figura de Peter Kürten, asesino serial alemán que inspiró la película M, de Fritz Lang.

El martes comienza la sexta edición del Festival Internacional de Artes Escénicas y uno de los estrenos más esperados es Cuando pases sobre mi tumba, en el que Blanco cruza eutanasia y necrofilia en una clínica de lujo y un hospital psiquiátrico. Para redoblar su apuesta, decidió escribirla con sangre en polvo –de toro, que debía diluir todas las mañanas– para vincular este proceso con lo que luego se desarrolla en la obra.

Unos días antes del estreno, Blanco conversó con la diaria sobre estos manuscritos –que serán expuestos en el MoMA de Nueva York–, su homenaje a Frankenstein (de Mary Shelley) y su celebración del héroe romántico. Un teatro que nos convoca desde nuestra realidad, nuestra intimidad y nuestro lugar social.

Para vos, ¿el teatro se sigue revelando más desde el dominio de lo sensible que desde lo racional?

Cada vez más. Por supuesto que lo sensible también está muy vinculado a lo racional, y aunque a veces lo vemos como cosas opuestas, se vinculan más de lo que pensamos. Hay momentos del arte –tanto de la creación como de la percepción– en los que entra mucho más en juego todo lo que deriva del orden de lo sensible, de las emociones, de las impresiones. A mis equipos les insisto mucho para trabajar desde ese lugar, aunque, por supuesto, siempre hay un trabajo intelectual, de apoyarse en el conocimiento y el pensamiento. De hecho, converso mucho con los actores, y en los ensayos siempre hay una hora previa de charla, en la que, de alguna manera, también los voy trampeando, conociendo.

¿Motivada por la puesta, por sus historias?

Por distintas cosas. Por ejemplo, en estos días estoy trabajando con actores que llegan a los ensayos por vías muy distintas: caminando, en bicicleta y en vehículo. Necesito mínimo 15 minutos para igualar esas energías, equilibrar esos impulsos. Y por eso también me gusta mucho ensayar de mañana y empezar temprano, ya que el actor tiene una mirada que todavía está muy virgen; no es un cuerpo fatigado o contaminado por el día. De esa charla previa voy sacando mucho material con el que voy alimentando mi texto y la puesta, y a los que nunca trabajaron conmigo los puedo trampear un poco más. Pero tengo otro sistema para trampear a Gustavo Saffores, por ejemplo, que hace seis años que trabajamos juntos. Voy midiendo sus gestos, cómo hablan, cómo se mueven, y voy teniendo una aproximación de cómo son. Voy midiendo para saber cómo trabajar con esos cuerpos una vez que estén en el escenario y se comience a montar el espectáculo.

¿Cómo los elegiste? Alfonso Tort, por ejemplo, hacía varios años que no trabajaba en teatro.

Este proyecto empezó hace tiempo, y lo primero que supe fue que quería trabajar con Alfonso, porque lo vi mucho en teatro y en cine [25 watts, La noche de 12 años], y él tenía una interioridad que quería trabajar para este personaje, que es muy distinto a los de El bramido..., Tebas, Ostia y Narciso. Necesitaba esa capacidad, con la que cuenta Tort, de bucear en el interior de sí mismo sin olvidar nunca lo ajeno, lo exterior. Porque lo interesante es cómo es capaz de dar esa interioridad, sin que se hunda en un interior impenetrable. Tiene la capacidad de ir hacia adentro y, al mismo tiempo, mostrarlo. Eso es un poco lo que define al héroe romántico, que es el personaje de esta obra. Cuando pases... es un gran homenaje al Frankenstein, de Mary Shelley [1818], y está escrito a partir de él. Por eso, también necesita reconstruir un poco al personaje de Victor Frankenstein, de todos los héroes del siglo XIX. Saffores es un actor que me da una seguridad muy grande, y esta es la primera vez que no interpretará a mi álter ego [S o Sergio, ya que en cada obra tiene un nombre distinto; en esta será Yo y estará a cargo de Tort]. El texto, que escribí para ellos tres, empieza recomendando que el actor que interpreta al Dr. Godwin antes haya interpretado al personaje de Sergio Blanco en las demás puestas. Cuando uno ve la obra entiende por qué, ya que él mira desde afuera a ese personaje pero, al mismo tiempo, lo refiere. Y el tercero era el joven, Enzo Vogrincic, al que nunca vi actuar, salvo por una mínima aparición en El gato de Schrödinger. Recuerdo que quedé muy impactado con su belleza al momento del saludo, y quise trabajar con eso.

¿Respondiendo a tu concepción del actor como un constructor del espectáculo y no como alguien que interpreta un texto dirigido por un puestista?

Absolutamente. Me gusta llamarlos intérpretes justamente por eso, y porque es el término con el que la informática designa a un programa que, con agilidad y rapidez, descifra cosas. Y por supuesto que también es un constructor. En este proyecto somos 20 personas trabajando, porque en el teatro la producción de sentido siempre es colectiva y múltiple.

Lo que renueva el acontecimiento.

Exacto, y todos estamos creando. El director es más manipulador, porque es el que organiza, el que toma las decisiones finales. Pero el proceso es realmente colectivo. Y en este espectáculo los intérpretes también cantan y tocan guitarras eléctricas y bajos, y por eso tienen mucha preparación instrumental y vocal. Pero más allá de esto, todo el tiempo están construyendo, trabajando y produciendo dramaturgia; participando en esa construcción. Es realmente un arte colectivo, que se contrapone con la soledad de la escritura.

En tu caso, hay un elemento que parece mitigarla: volver a dialogar con los clásicos para reescribirlos.

Aunque hay un momento en el que el dramaturgo está solo, escribiendo. Y más en este texto, que tiene la particularidad de que fue escrito con sangre, entre las 4.00 y 10.00 de la mañana, por un tema de la presión atmosférica y la luz que diluía la sangre. Tuve que aprender caligrafía, y mi escritorio se transformó más en el taller de un artista plástico, ya que escribir estos manuscritos a mano la volvió una escritura muy plástica. Y se reforzó más ese sentimiento de soledad. Porque la escritura, de por sí, es un momento de soledad en el que estás imaginando a alguien que –en el caso del teatro– te verá. O sea que es la soledad de la búsqueda de un otro que no está.

Y es la construcción que produce frente a esa ausencia.

Absolutamente, porque es esa ausencia para la que uno está escribiendo. Y el momento de soledad de la escritura no implica un encierro en esa soledad, sino una búsqueda de ese otro que vos imaginás, y que es para quien escribís, hacés, tratás de construir. Para mí la escritura también es un trabajo muy físico, muy corporal, además de intelectual (están las contracturas, la tendinitis, el cansancio de la vista, de los músculos, de los brazos). Ni que hablar de lo que tiene que ver con la escritura manual, que te hace cambiar el vínculo: borrar no es eliminar, sino que es tachar. Por eso uno se cuida mucho más, y el pensamiento no fluye de forma tan rápida.

¿Escribir en manuscrito y con sangre es extender el acontecer, esa construcción entre el autor y el personaje de Sergio?

Sí, sentía que en esta obra, que habla de temas muy orgánicos y ligados a la vida, a la muerte, a la creación, a la corrupción de la materia humana, necesitaba trabajar con una estructura que fuera orgánica. Resolví que sólo quería contarlo de esa manera. Quería escribir como se escribía la gran literatura, y me gustaba imaginar cómo escribirían Shakespeare, Marlowe, Lope de Vega, Milton, Sor Juana Inés de la Cruz. Quería ir a esa escritura nocturna, al trabajo en papeles. La cosa más orgánica y primaria de la escritura.

Que también es un modo de habitar el mundo.

Sin duda. Y por ahí también vino el tema de querer escribirla a mano. Me costó muchísimo, pero creo que se siente en la propia escritura, si bien después la pasé a computadora y en estos días la estoy retocando (y los manuscritos se van a exponer en el MoMA de Nueva York dentro de dos años). Hay un estado en el que entré, que, si no hubiera sido a mano, no hubiera sido posible.

A lo largo de la historia, a la sangre se le han asignado múltiples significados sociales, y eso motiva varias lecturas paralelas.

Imaginate. Yo quería que la tinta fuera sangre, y el resultado es muy interesante. En un momento, el personaje Yo le dice al doctor: “Usted sabe que a esta obra la escribí con sangre de toro”, y el personaje le responde: “Nunca hubiera imaginado que algún día yo vendría de un toro”. La obra habla mucho de los toros y también de las vacas, que es nuestro animal por excelencia. Y la puesta también es muy corpórea y orgánica.

Entre “escritor”, “eutanasia” y “clínica de lujo” no imaginaba una referencia campera.

En un momento, el Dr. Godwin dice: “Nunca hubiera imaginado que un doctor suizo terminara jugando a la taba”, porque si bien la obra pasa entre Suiza, Londres y París, el personaje nació en Uruguay, y el tema es por qué no quiere ser enterrado acá sino en Londres, y tener una eutanasia en Suiza; por qué quiere entregar su cuerpo a un necrófilo que vive en Londres. La geografía está muy presente. Hay un momento en el que el personaje cuenta la historia de su país, de Uruguay. La necrofilia, de hecho, está en todas las capas de la sociedad, como en la arqueología, la medicina forense, la estética del heavy metal, los cuentos infantiles como “Blancanieves” o “La bella durmiente”, clásicos como Romeo y Julieta, Antígona cargando con un cadáver, o la necrofilia estatal, por ejemplo. Nosotros tenemos un vínculo muy necrófilo con las vacas, y Uruguay se vincula mucho con el matadero, con la historia de los frigoríficos, con la carne. Estamos en un teatro que se llama Solís, que se refiere al primer conquistador, que llegó y lo comimos. Después tenemos la catástrofe de los Andes, en la que nos comimos los unos a los otros; nuestro mejor jugador, Luis Suárez, muerde. Cuando sucedió le escribí una carta diciéndole que me parecía lógico y que entendía que mordiera, porque formaba parte de la lógica de nuestra cultura, que tiene mucho que ver con el mordisco, con la carne, con comer. Tengo una gran admiración por él porque creo que responde al trayecto del héroe: forma parte de esa estirpe que crea un mito más allá del juego, que sale de la cancha. Algo que podemos ver en [Diego] Maradona, en [Zinedine] Zidane, en grandes jugadores. Y en el acto de la mordida también está la mano de Maradona o el cabezazo de Zidane.

La hybris.

El exceso del héroe, ya sea griego, renacentista o moderno.

¿Cuál es el exceso de Cuando pases...?

Hay muchos, porque el teatro debe tener excesos. Adhiero mucho a la visión de [Antonin] Artaud, cuando planteaba que así como una peste llega a la ciudad y saca lo peor de los cuerpos –la fiebre, la descomposición, los vómitos–, el teatro también saca lo peor de nosotros mismos. En mis obras siempre me interesa abordar el tema de los excesos: el parricidio en Tebas Land, las sexualidades desenfrenadas en Narciso; y en el Bramido, el personaje perdido entre los guiones pornográficos que escribe y las exposiciones sobre asesinos seriales. Siempre cometen excesos por los que derivan en clínicas, o terminan rotos. Siempre hay una caída de esos héroes. Cuando pases... toca dos temas tabú que generan mucho debate: el suicidio asistido, alguien que decide suicidarse y pide una contención en esa elección y, por otro lado, el tema de la necrofilia, de dar su cuerpo a alguien para que practique necrofilia con su cadáver. Sé que son temas duros y complejos, e integran una serie de obras que estoy escribiendo sobre las parafilias (ahora trabajo la necro y la siguiente será la zoofilia), que es el erotismo de aquello prohibido o no contemplado. En ese sentido hay ciertos excesos en esta obra, porque si bien toca el tema desde una óptica en la que la muerte está muy vinculada a la vida, ya que se cuenta la historia de Frankenstein, sí se encuentran excesos.

Si reconocías que en Ostia habías alcanzado el límite de la autoficción, ¿dónde te encontrás cuatro años después?

La autoficción es un abismo sin fondo. Ostia era la segunda autoficción, y es cierto que toco ciertos límites y que se multiplica mucho la potencia porque estamos juntos con Roxana, y somos dos hermanos haciendo de hermanos. Pero la autoficción no tiene límite, y si bien en aquel entonces pensaba eso, ahora compruebo lo contrario. También estoy empezando a ensayar otra autoficción: es un proyecto a partir de un juicio que me voy a hacer a mí mismo por abuso de mi material privado. Es interesante porque no hay antecedentes en la jurisprudencia de alguien que se haya atacado a sí mismo. Acá seré parte acusadora y defensora al mismo tiempo, y la idea es que todo lo que se transcriba en ese juicio sea una obra. En definitiva, la autoficción es infinita porque uno mismo también lo es.

Tebas Land era una obra con una profunda conciencia de clase. ¿Esta clínica de lujo replica alguna resonancia en ese sentido?

No, porque el lugar de los tres personajes está muy claro desde el principio: el doctor Godwin es un médico culto, formado, y para no reproducir Tebas, el personaje del necrófilo es un joven de origen iraní, especialista en caligrafía y arte medieval. O sea que se posiciona desde otro lugar, ya que son tres intelectuales, tres personas que manejan el pensamiento, el lenguaje. Aquí hay un psiquiátrico, con una persona encerrada que practica necrofilia, se dedica al estudio de las armas y la califagría medievales, tiene un gran conocimiento de la cultura británica, y está en Londres porque se debió exiliar debido al régimen iraní. Así que se da casi lo contrario: acá el personaje de Sergio está apabullado por los dos grandes intelectos del médico y el joven.

O sea que hay un corrimiento.

Sí, sin lugar a dudas. Y no está lo de la clase social, que fue algo que trabajé mucho en Tebas. Hoy estoy como un niño porque justo me llegó la edición japonesa de Tebas, y estuve en el estreno, hace dos meses. Tebas se ha hecho en más de 15 países, y es increíble que en este momento esté en más de seis al mismo tiempo. Es una obra que quiero mucho y que me sigue dando muchas alegrías. Pero no es la que más se hace, porque Kassandra se ha representado mucho, Narciso también se está haciendo muchísimo, y en este momento hay ocho puestas entre Caracas, España, Alemania, Tokio, Egipto, Chile. Nunca pensé que fuera a impactar tanto, y lo mismo está empezando a suceder con El bramido... Da un poco de vértigo, y claro que muchísimo placer. Estoy muy agradecido por eso. También es un trabajo de construcción colectiva, no es uno solo que llega. Y el teatro también ha viajado porque ha habido un cambio de paradigma en la cultura de nuestro país, que apostó no sólo por exportar carne y jugadores de fútbol, sino también actores, dramaturgos, pintores, músicos.

Con el Instituto Nacional de Artes Escénicas (INAE) como motor movilizador de esa proyección.

El INAE es fundamental. Nosotros giramos por el mundo entero. Uruguay es un país que tiene muchísimos directores que, desde hace muy poco tiempo, tienen la posibilidad de salir al exterior, y eso responde a una voluntad política. También hay creadores que están viviendo lo mismo, como es el caso de Santiago Sanguinetti, de Gabriel Calderón. Nosotros tenemos un sistema en el que nos abrimos muchas puertas, y cada vez que doy una charla hablo de mis colegas, de nuestro teatro.

Volviendo a la obra, ¿en Cuando pases... la verdad se sigue presentando como una construcción? Porque, inevitablemente, responde a ese pacto de mentira que impone la autoficción.

Sí, acá ese pacto está más que nunca. Pero también hay un corrimiento, porque si bien todas las obras anteriores hablan de algo que sucedió, esta obra habla de algo que va a pasar. La verosimilitud teatral no sería con respecto a algo que se dio, sino con algo que sucederá. Él dice: “Les voy a mostrar la forma en la que me voy a suicidar. Esto no pasó, sino que va a pasar”. Eso es muy inquietante porque tú sabés que Sergio Blanco está vivo, pero también sabés que eso puede ser posible porque sucede en el futuro. La obra es una hipótesis. Tiene algo un poco más desesperante en ese sentido, porque planteo la tesis de un arte que tiene verosimilitud no con respecto al pasado, sino al futuro. Es una obra que se suicida ella misma y, al mismo tiempo, plantea una visión muy bonita de la muerte. Puede ser un poco soberbio decirlo, pero siento que Cuando pases sobre mi tumba es como mi Hamlet, o al menos yo quise entrar en las zonas de Hamlet, del pensamiento ante la muerte y la destrucción; la construcción de la materia. Está entre Frankenstein y Hamlet, y tiene algo de romántico y nostálgico. La muerte no aparece como un fatalismo sino como algo hermoso. Y se citan grandes pasajes de la literatura en los que la muerte aparece en su aspecto más hermoso, como esa cita ineludible a la que vamos todos.

Si Narciso era los infiernos de la creación, ¿dónde se ubica Cuando pases...?

No es una zona infernal, sino una mucho más bella, distendida; no hay ni esa oscuridad ni esa tensión. Narciso transcurría en una habitación de hotel, y la única salida era un bosque, que es un lugar de pérdida, abierto pero cerrado. Esto es lo opuesto: una gran pradera verde, una obra en la que se habla de la muerte pero cantándole a la vida. Tebas es como la creación en su estado más sublime, más puro; en Narciso descendía a los infiernos de la creación, y creo que acá no estoy ni en uno ni en otro lugar. Es una zona más a tierra, y menos sufrida que Narciso, aunque dialoga mucho. Desde el primer día les dije a los actores que esto se debía alivianar, quitar la gravedad. Había que hablar de la muerte en el sentido de la elevación, de la belleza, del humor, de los cantos, de las celebraciones.

El espacio de risa dentro de la tragedia.

Fundamental. La risa en este espectáculo es muy importante, y es algo que cada vez me gusta más, porque lo he ido aprendiendo y experimentando. El arte no es una zona de gravedad, y por eso es catártico y sanador. Existe cierta liviandad que hay que alcanzar. Quizá esta puesta cuida mucho eso. Paradójicamente es algo que alcanzás con los años: toda la liviandad que vas perdiendo en el cuerpo la vas adquiriendo en el campo de las emociones. Es una búsqueda de la liviandad, que viene a compensar la naturaleza humana.

Como dramaturgo, ¿te has sometido a eutanasias simbólicas?

Sí, la escritura es un suicidio permanente. Y los seres atormentados, como algunos personajes, salvan de la vida aburrida y tediosa. Rompen las reglas.

¿Eluden la coreografía?

Es exactamente eso: eluden la coreografía y se transforman en héroes.

Cuando pases sobre mi tumba, de Sergio Blanco. Con Alfonso Tort, Gustavo Saffores y Enzo Vogrincic. 22, 27, 28 y 29 de agosto; 3, 4, 5, 10, 11 y 12 de setiembre. 21.00. Sala Zavala Muniz.