Si las dictaduras de los 70 y 80 suelen ser en el cine latinoamericano un callo traumático al que se vuelve una y otra vez, en el italiano tal vórtice de referencias, sobre todo en la última década, lo ocupa el despiadado giro hacia el neoliberalismo de los 90. No es que no haya pasado lo mismo en el resto del mundo (la mayoría de América Latina pegaría en esa década un viraje –o más bien, una acentuación de esta línea– muy similar), pero hay algo particular de esa época en Italia que encastró a la perfección no sólo con una sensibilidad, sino con la mitología o el universo fantasmático de lo que es ser italiano.
Tomando parte del controvertido gobierno de Francesco Cossiga, pero con el de Silvio Berlusconi en 1994 como la encarnación definitiva de la política y vida pop italiana de aquellos tiempos, los 90 tanos fueron como una caricatura trágica y en anabólicos de la Italia pujante de los 60: entre una década y otra se encuentra el equivalente del inicio de la borrachera festiva al momento en que, entre el cotillón, empieza a circular la merca para poder aguantar la noche. Mafias, contratos multimillonarios de futbolistas, escándalos, estafas, la RAI elevándose como Olimpo de mampostería de la cultura italiana (y como brazo propagandístico de Berlusconi), bellinas y la Cicciolina en el ejercicio de su vida política (que ya había llegado a su apogeo en el 87), mucho de en lo que Italia se había convertido en el filo del siglo XX y ya estaba prefigurado en obras como La dolce vitta (Federico Fellini, 1960) o Il sorpasso (Dino Risi, 1962).
Pero esta decadencia moral también coincidió con un declive de la calidad de su cine. No sólo en los 90 se vio un descenso de las películas de contenido crítico y social que habían continuado la herencia del mítico neorrealismo: también el cine italiano perdió el impacto internacional que había sabido tener en otras décadas.
Estas dos decadencias configuran el núcleo de Notti Magiche, película de Paolo Virzi ambientada en 1990 (en el marco de la Copa del Mundo con sede en Italia) que entre un caso policial y un estilo propio de la commedia all’italiana, retrata el extraño periplo de tres jóvenes escritores finalistas del premio Solinas. Los tres no pueden ser más distintos: Antonino (Mauro Lamantia) es un escritor siciliano intelectual y completamente uncool; Luciano (Giovanni Toscano), un toscano hiperactivo, encantador y mujeriego; y Eugenia (Irene Vetere), una romana neurótica, adicta a cuanto medicamento haya, que es hija de un político distinguido. Entre los tres se da esa hermandad accidental que se suele dar en eventos literarios, y de alguna manera en los momentos más altos del film hay una sensación de libertad y espontaneidad que nos hacen pensar en ese universo de escritores jóvenes y locos que supo retratar Roberto Bolaño en novelas como Los detectives salvajes y 2666.
Esta particular configuración de protagonistas, que se resume en tres o cuatro caracteres que se repiten desde las primeras escenas, parecería, más que presentarlos como personajes, estructurarlos como figuras o, para arriesgar aun más, distintas facetas del alma italiana. Así, Antonino encarna la Italia intelectual, obsesionada con sus tiempos de gloria, mientras que Luciano, detrás de su apariencia superficial y constantemente alzada, lleva la antorcha de un cine comprometido con la clase obrera, propio de la era del neorrealismo.
Los tres finalistas pasarán de una mano a otra (en un sentido casi literal) de directores y productores, y de cierto modo lo que sucederá con ellos en estos encuentros y desencuentros, encantos y embaucamientos habla más del tratamiento a estas diversas dimensiones del alma italiana que de los personajes en sí.
La película sigue una senda rocambolesca en la que el ritmo quiere ser tan vertiginoso que no puede detenerse a pesar de caer en incongruencias, como un auto que sigue a la misma velocidad aunque se coma todos los lomos de burro que se le presentan en el camino. Este estilo estrambótico, a pesar de los agujeros de la trama y de momentos de total pérdida de foco (todo lo que rodea al crimen inicial está muy agarrado de los pelos) tiene pequeños momentos de gloria, sobre todo cuando se nota el simbolismo por encima de la verosimilitud: un café donde se encuentran, como si fuera un limbo cinematográfico, todos los directores de la vieja escuela italiana; la habitación oscura en la que apenas se ve llorar a Marcello Mastroiani mientras discute con Catherine Deneuve; la desquiciante sala de redacción –con el enjambre de tecleos de máquinas de escribir– en donde un montón de ghost writers escriben a 15 manos, como si estuvieran haciendo chorizos más que guiones.
Esta última idea, con el supervisor de scripts que se desliza en su silla de rueditas mesa por mesa, es de lo más logrado del film, y por momentos parece acercarse a un simbolismo redondo sobre la ambivalencia de esa última década en que estuvieron vivos casi todos los directores que hicieron grande al cine italiano, y a la vez el momento en que ellos mismos y sus sucedáneos comenzaban a venderse como pan de a kilo. Entre todo esto, la RAI es el verdadero monstruo entre las brumas, sobre todo por la forma en que cualquier idea, por más noble que sea, termina transformada para adecuarse a los requerimientos de la televisión.
Por momentos esta crítica bordea la glorificación de aquellos tiempos, aun cuando hayan sido el comienzo de la decadencia. Hay algo ahí, entre esa ternura y desprecio a todo ese mundo, de ese amor y rechazo a esa italianidad, que parece muy vital pero no termina de tomar forma (como sí lo hace en La grande belleza, de Paolo Sorrentino, 2013). La frase contundente del detective, como una especie de reservorio moral, cuando les dice a los tres protagonistas: “Quieren ser guionistas, pero no saben cómo ser espectadores. Deben tener sus ventanas abiertas a la vida”, parece un comentario sobre toda esa generación que quedó perdida, pero no llega a cuajar del todo.
En definitiva, Notti Magiche reproduce en lo cinematográfico esa metáfora de la borrachera que se esgrimió al hablar los 90: pasa de todo, todo es risas aunque estemos llorando, a veces se quiere decir más de lo que se puede y al otro día se olvida la mayoría de lo que pasó.
Notti magiche. De Paolo Virzì. Con Irene Vetere, Giancarlo Giannini, Ornella Muti. Italia, 2018. En Cinemateca y Life Cinemas Alfabeta.