Un caballo no es un caballo. Es todos los caballos. Es el enigma de esa carga contra nadie en el Grito de Asencio. Es el trotar encima de nada en el vacío del escudo. Nunca están encabritados los que monta José Artigas, cuando monta. No hay caballo bajo la entrepierna de José Batlle y Ordóñez. Se alza fantasioso Aparicio Saravia, el de las extremidades cortas, en la estatua de la rotonda de Millán. En Liber Seregni queda su olor, apenas, en las botas de general de caballería que siempre tenía junto al catre, en las cárceles de la dictadura, aunque no estuvieran.

A su modo el caballo nos cuestiona desde la épica histórica pero confirma esa interrogación, la vuelve una interrogación de verdad potente, cuando se cuela en otros pantanos. Va montado el Diablo en el “Rodríguez” de Paco Espínola. A caballo cargaba la Policía cuando apaleaba huelguistas y manifestantes. El golpe de las herraduras del jamelgo de tiro de los carros de hurgadores fue la banda sonora de la crisis de 2002.

Si las naciones son comunidades imaginadas, la imaginación de la nuestra lo tiene como su animal totémico. De ahí el tabú en la canción de Santos Inzaurralde que canta Santiago Chalar: “Pida, patrón, lo que quiera, pero no venda mi carne”. No importa que no sea autóctono. Para decir lo que somos es probable que eso no sea un impedimento sino una fortaleza.

Lo sabía Juan Manuel Blanes y por eso lo usaba con cuentagotas (los de la revista militar del cuadro sobre Máximo Santos no cuentan: no son caballos sino disfraces de caballos). No los hay en El juramento de los Treinta y Tres Orientales. En Los dos caminos el que importa no es ninguno de los dos que montan los gauchos que están al centro sino un tercero, que pace lejano sin cabeza. En Aurora no hay caballo. El gaucho, de estridente chiripá punzó, mira hacia el sol que ya sale. Tiene tanto porvenir delante de sus ojos que nos puede dar la espalda. En Crepúsculo, sin embargo, el barbado personaje ya nos mira de frente. Está apoyado en un fragmento de palenque al que Blanes recorta para que simule la cruz de una sepultura. Si no había caballo en Aurora, es entre ambos momentos del día metafórico que se ha cabalgado. Así que en Crepúsculo el caballo está al fondo, suelto, ya liberado por su dueño, que a un paso está de no volver a precisarlo. Para mirarlos mejor habría que leer Caballos y jinetes, de Daniel Vidart.

Apenas se sale de la sala principal del Museo Blanes, La noche del caballo blanco, de Gladys Afamado, plantea de un modo más actual esa pregunta. Bajo una luna que no es de José Cúneo, el animal del título se dibuja omnipotente sobre la frágil pesadilla del que duerme. El problema del caballo se llamó el envío de la argentina Claudia Fontes a la pasada Bienal de Arte de Venecia, y ecuestre es el autorretrato estático que montó Charles Ray en una muestra que terminó ayer en el Palacio de Cristal, en Madrid. No importa el sitio. Es la misma pregunta que Blanes, en partes iguales, eludió y respondió para nosotros.