La partida de nacimiento de Charly Ferret dice que nació en Young en 1984, pero a simple vista podría tener cualquier edad. Quizás tenga que ver con su barba castaña, que casi le tapa la boca cuando habla, o quizás con esa conformación del paladar y los dientes supernumerarios que suavizan sus eses, sus tés y la mayoría de las consonantes, que por momentos lo hacen sonar como un viejo un poco sabio y un poco mefistofélico.

Este extraño ser y no ser que conforma una seña fundamental de su apariencia es el eje central de su música. En sus canciones, su voz es una válvula que, según cuanta presión deje pasar, puede sonar como una u otra persona sin tener que impostar; apenas interviniendo algunos matices en juego. Así, en “Para que no”, la canción que abre su disco La sombra del que venía (2018), la válvula parece ajustarse en una zona más nasal y la voz (entremezclada con ese particularísimo jugueteo rítmico entre guitarra y percusión) trae sin escalas al Eduardo Mateo de Mateo solo bien se lame (1972). En especial, cuando Ferret prolonga las consonantes, como “Para que no te me vayas / del livinnnnng sallllllgo”. Ahí, sólo unos segundos después, la guitarra cae en una pequeña bajada y Ferret dice: “Si ya sin mí no lo creés / y en un desliz me quieres ver”, y resuena esa prosodia juguetona de Jorge Lazaroff que, al repetirse casi idénticos los versos con “Si ya sin mí no lo creés / y en un vaivén me quieres ver”, la palabra “vaivén” adquiere, en la garganta, un temblor idéntico al de Fernando Cabrera.

Uno podría lanzarse, entusiasta, a encontrar referencias y tomar a Ferret como una especie de rocola humana del cancionero de la música popular uruguaya, pero él es más que eso. En estas mixturas hay algo que va más allá de su música, algo que tiene que ver con su propia identidad.

Hijo de una familia humilde de las viviendas de MEVIR, el primer académico de un largo linaje de gente de campo cuenta cómo esa base dejó marca en la forma en que enfrenta lo artístico: “Mi familia ve las cosas integralmente y yo me crié así. Y por más que quise ser académico, economista o filósofo, siempre me terminó pesando lo otro. Porque mi madre es ama de casa y mi padre era un tipo de siete oficios; lo vi hacer de todo. De hecho, lo ayudé a hacer cualquier cosa, y por eso sé algo de mecánica, de carpintería. Entonces, para mí, lo más parecido a ‘hacer de todo’ terminó siendo la canción. Y, de hecho, cuando me pongo a hacer canciones me gusta mecharlas con teatro, con filosofía, con literatura”.

Relato musical, Pocas Nueces y Rubén Olivera

Efectivamente, lo que se presencia en sus canciones y en la puesta en escena de sus conciertos va mucho más allá de un cancionero. En un concierto realizado el año pasado en la sala Hugo Balzo, Ferret congregó entre variados músicos, actores y equipo técnico a más de 60 personas, y el show terminaba por convertirse en una gran puesta en escena milimétricamente guionada. El espectáculo de hoy en sala Camacuá parece seguir una línea similar: un relato musical que se genera alrededor de las sombras y el quehacer musical, y en la que la troupe de comediantes de Pocas Nueces (famosos por sus shows y por sus presentaciones en el programa Después vemos) actúa como un coro griego que va disertando sobre muchas de las temáticas planteadas entre canción y canción.

“Siempre, cuando trabajo algo específico, estoy pensando en otras apuestas. Creo que la mejor manera en la que lo compagino es la música. Y la filosofía me vino muy bien porque es vastísima. Ahora estoy investigando metafísica con [Martin] Heidegger, pero no podría hacer vida de académico”.

Ferret, como muchos jóvenes del interior, decidió mudarse a Montevideo al cumplir la mayoría de edad. Tras de sí dejó a un Young asolado por la crisis de 2002, en donde los suicidios acontecían una o dos veces por mes. “Young es como Santa María. Le falta el astillero y está completo. Yo me fui bastante quemado de ahí, y sospechaba que no todo era así, tan reiterativo (ir al baile los fines de semana, dar vueltas a la plaza en moto, el fútbol para los varones). En un momento conocí a Martín Tejeda, que me enseñó a tocar la guitarra, y a partir de ahí me encerré”.

Una vez que llegó a Montevideo, esa obsesión que le había ganado la fama de bicho raro entre sus pares le terminó por jugar una mala pasada en la mejor tradición de la tragedia griega: se había interesado en el jazz, y fue tanto el tiempo que dedicó a practicar escalas y afinar tiempos y rítmica (sumándole a esto su escasa educación formal sobre el instrumento), que le sobrevino una tendinitis que lo alejó de la guitarra por más de dos años. De golpe, lo que le había dado sentido a su vida se le escurría de las manos. Cuando decidió abandonar la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración para ir a Humanidades y Ciencias de la Educación, descubrió a Eduardo Mateo y Fernando Cabrera, dos hitos que cambiaron por completo su vida. “Cuando conocí a Cabrera y Mateo aprendí de técnica, de dejar cuerdas al aire. Cabrera no toca todo el acorde, hace una descomposición. Y aprender eso me permitió tocar menos, no incluir todas las notas del acorde, no andar bobeando tanto”.

Por aquel entonces, Ferret ya tenía en mente más de 100 canciones propias, aunque el cambio decisivo de su vida fue asistir al taller de Rubén Olivera. “Cuando fui, lo hice con mucho temor, pensando en toda la cultura que debían tener los otros músicos, cuando yo hacía sólo dos años que había empezado a escuchar a Mateo y a Cabrera. Después de tres meses de taller, la última hora se dedicaba a una sección de miniconciertos de cada uno, y todos éramos hipercríticos entre nosotros. Cuando me tocó a mí, recibí un montón de ‘no sos un buen cantante’, pero todos preguntaban: ‘¿De dónde sacás los acordes?’. Un día, después de una clase, Rubén me preguntó de dónde era y qué se escuchaba ahí. Y me preguntó cómo estaba para dedicarme a esto. ‘Sí, me gusta’, le respondí. Y él me dijo: ‘Ahora ya no vas a poder dejar de hacer esto, porque Uruguay te necesita. Yo alguna música que otra he escuchado, y lo que vos hacés no lo vi en otras partes’”.

Sin embargo, sintió esto, más que como un halago, como una gran presión. “Después sufrí mucho. Eso de subirme al escenario fue muy duro, porque tocaba pero después terminaba con mucha angustia. Él en un sentido me tiró para adelante, pero yo me di cuenta de que había cosas en mí que estaban en conflicto. Después de algunas vivencias fuertes, volví con otra cabeza al escenario”. Este cruce de inseguridad e hiperexigencia es parte responsable de la dilatación de tiempos entre sus discos. La sombra del que venía demoró seis años en realizarse, y de no ser por la ayuda e insistencia de músicos amigos como Diego Azar, el álbum posiblemente no habría terminado de concretarse.

El colectivo

El peso de lo colectivo en la música de Ferret tuvo un peso significativo, sobre todo en la conformación del ciclo Degeneraciones (en el teatro Victoria), donde se agrupaba un grupo variopinto de músicos de diversos rincones y edades.

El primer impulso de esta iniciativa fue a comienzos de 2013, cuando Ariel Pérez (El Pope), Alessandro Podestá (integrante de Rocoto) y él, interesados en abrir un espacio autogestionado para quienes, como ellos, estaban un poco por fuera de las etiquetas de género y de las movidas correspondientes, sin mayor apuro en editar discos ni especial preocupación por ofrecerle al público algo que lo deje apaciguado y conforme.

Sin embargo, más allá de lo variado de la propuesta, Degeneraciones fue uno de los primeros ciclos que reunieron a una nueva camada de músicos como parte de algo más amplio. Una música parece convivir entre el tembloroso equilibrio de la soltura del candombe y el peso de la academia. Por eso, muchas veces se habla de que uno de los problemas de esta nueva lectura de la música popular uruguaya es la dificultad de encontrar un nuevo público; la conocida acusación de que es “música para músicos”. Ferret dice que “Occidente siempre generó una elitización de la música. África, al menos en muchas partes, sigue siendo un lugar donde la música es manifestación de cualquier persona. Si vos mirás a los gitanos y flamenqueros, todos son músicos. La música es como el habla, y eso es algo que he estudiado: los idiomas musicales cambian menos, están más en el interior de nuestro cerebro que el lenguaje hablado. El idioma español ha cambiado más que la música. El lenguaje musical se aprende igual que el hablado hasta los nueve años, más o menos, y, en adelante, se amplía”.

Mapa interior

Partiendo de esa teoría, la música que uno hace es una radiografía del interior. Al escuchar la música de Charly Ferret, hay un tema que se sucede una y otra vez, y que tiene que ver con este cruce de influencias que reverberan en su voz, y también con el no sentirse ni de acá ni de allá. Algo casi pessoesco, vinculado a la fragmentación de la identidad, que cobra mayor densidad con el peso de la imaginería alrededor de su obra. Así, en “Parecidos” (donde Ferret recoge de manera convincente el estilo de escritura juguetón de Leo Maslíah), dice: “Tu cara es tan parecida a todas tus caras / y cada vez que las veo me hacen recordarla. / Pero tus sentimientos son tan diferentes / con cada reencuentro que siento, / que si no es por tu rostro, ay, te desconozco. / No es que quiera acusarte, mi amor, / de que seas careta; es que sos tan fluctuante / y si no es por tu cara, ¿cómo identificarte?”. También, en “No sé”, la voz de Ferret y la de Paula Evans se entremezclan con “no sé a vos, pero a mí”, “no sé a mí, pero a vos”. Y en “Solo”, estas dimensiones de lo individual y lo compartido se desprende en un sinfín de neologismos: “En una soleasis de tanta soledad, solitaria / soltero de soles, soleando en sones sin soleras / sin sin y ninguneses por doquieres, vacío de otros, / sin quieres algunos imaginables. / Solo, sin soledad, simplemente solo. / Juntos junteando de tanta juntedad junta / en un juntipsismo único de juntos, / juntícito a mi junitario, juntísimo”.

Hay una extraña sensación que atraviesa todo el disco: uno nunca es uno solo –o solamente uno–, y ese “yo” se fractura en miles de esquirlas cuando entra en contacto con un otro. “Yo me veo como una ficción, y estoy un poco en contra de ver a la canción como algo intimista. Yo sólo soy un pobre momento”.

Escuchar a Ferret –escucharlo hablar, pero también escuchar sus canciones– es un viaje a esa extraña exploración de un interior que también es un exterior; una indagación que atraviesa toda la música popular uruguaya intercambiando caretas. Y, en un corto revés de tenista, todo eso que puede volverse tan complejo se revela como algo muy sencillo.

Cuando recuerda la presentación en la Hugo Balzo, cuenta que casi lloraba cuando cantaba “La gris”, una canción a medio camino entre una polka y un gipsy swing, que es uno de los temas más movidos y sonoramente alegres del disco. Le pregunto por qué el nudo en la garganta, y me responde: “¿Vos escuchaste la letra?: ‘Él no se olvidó, el proceso lo cuenta. / En el COPSA voy, otro en la vuelta. / De Young sólo soy un pobre momento, ¡ay! / ¿Cómo no borrar tanto desarraigo / y sentirme hoy uno más del barrio? / Mis hermanos van por otros senderos, ¡ay!’. Estaban mis padres entre el público, y todo eso de no sentirme de allá ni de acá se mezcló. Vos fijate que yo amo a Montevideo, pero cuando llega la Navidad no tengo una casa donde pasarla, tengo que volver a mis pagos, de donde tampoco me siento parte. Y por eso la letra de esa canción es durísima. Lo que tiene es que con las guitarras haciendo tchac-tchac-tchac, te olvidás”, dice Ferret, riéndose, mientras se calza casi contra el mentón una guitarra invisible.

Hoy Charly Ferret volverá a presentar su disco La sombra del que venía, junto a Pocas Nueces y la banda Sinánimus, integrada por Paula Evans, Tania Eskin y Natalia Bottaioli en coros, Matías Rubilar en guitarra eléctrica, Martín Tejeda en guitarra española, Nacho Correa en bajo, Joaquín Charruti en batería y Ernesto Díaz en percusiones.