Al ex yugoslavo Emir Kusturica le bastaron tres películas para labrar su leyenda y recostarse a dormitar sobre una cómoda almohada de laureles y palmas de oro. Desde entonces, y de tanto en tanto, ha emitido algún ronquido. Pero nada similar a Papá salió en viaje de negocios (1985), Tiempo de gitanos (1988) o, sobre todo, Underground (1995). Lo que siguió a esta última fueron repeticiones de una fórmula (por ejemplo La vida es un milagro, 2004), intercaladas con relatos tomados del mundo real que actuaban como notas al pie poco felices de su personalísimo mundo de ficción. Es en este último terreno donde se sitúa El Pepe, una vida suprema, estrenada por Netflix el 27 de diciembre.
Sin la tradición balcánica de guerra de guerrillas contra los quinientos años de ocupación otomana, no se entiende la fascinación del director por su más reciente personaje. La llevaban adelante los haiducos, grupos al margen de la ley que combinaban la lucha política con el bandolerismo. Un eje que Kusturica muchas veces acompaña con su preferencia por el esperpento, central, por ejemplo, en Gato negro, gato blanco (1998), y que en su reciente retrato de Mujica emerge en algunas escenas, como la exótica acción de escupir el primer mate, que el actor principal improvisa delante de cámaras.
Evidentemente Kusturica no buscaba hacer un documental en sentido clásico, sino un registro que encontrara, lejos, una Atlántida legendaria en la que aquel haiduco –héroe romántico largamente dejado atrás en su tierra de origen y sustituido por los criminales de guerra de los noventa– no sólo siguiera existiendo sino que fuera una figura triunfante: un presidente amado por su pueblo.
Lo malo, desde el punto de vista cinematográfico, es que lo busca en modo sonámbulo. Está ausente aquella tensión narrativa cuestionadora, capaz de mostrar (de manera entrañable, es cierto, pero mostrándolo) las contradicciones y dobleces morales de sus personajes. Apenas hay algo de Kusturica en el final tanguero, que parece extraído de una cantina del borde del Danubio.
Las imágenes de archivo no son malas y revelan el esfuerzo de sus asesores locales por encontrar algo nuevo en nuestro escaso registro en movimiento de aquellos turbulentos años sesenta. La apelación a Estado de sitio (1972) de Costa-Gavras para dar contexto de época puede ser un recurso válido, pero abona en la dirección de la ficción. El protagonista se muestra cómodo en un papel que conoce de memoria, aunque por momentos evidencia el cansancio de la repetición. Los secundarios haciendo de sí mismos amplifican el tono de la fábula (y en eso Eleuterio Fernández Huidobro alcanza momentos de verdadera epifanía). Sólo desentona Lucía Topolansky, que intenta poner sensatez con sus análisis políticos y cierto distanciamiento para explicar el “fenómeno Mujica”. La resultante es una obra menor en la filmografía de un gran cineasta, que junto con Maradona by Kusturica (2008) forma parte de lo que el tiempo hará bien en olvidar.