León Biriotti murió el 10 de octubre de 2020, a los 90 años. A lo largo de siete décadas de trabajo compuso un centenar largo de piezas, entre las que hay sinfonías, óperas, piezas de media y breve duración para conjuntos de cámara y piezas para teatro y cine.
Es imposible pintar en una página una vida tan larga y de tanta riqueza creativa. Para aumentar la dificultad, el carácter de su creación requiere, para su valoración plena, el análisis de un especialista. Un musicólogo podría, quizá, a lo largo de un ensayo enjundioso, explicar la música de León a los legos como yo. Pero el gran artista logra que el público sin formación disfrute de su obra sin ser capaz de expresar su valor en términos técnicos. Basta escucharlo. Sus composiciones contemporáneas de la década de 1970, pese a su carácter radical, fueron muy bien recibidas por un público generalmente resistente a las rupturas con la tradición. Y desde entonces, cada presentación de sus obras fue igualmente bien acogida.
El 6 de junio pasado León escribía a la guionista de sus óperas, Sandra Massera: “Esperando por el nuevo libreto. Desde que terminé Lilith [su tercera ópera] he compuesto tres obras: Marcheur para bajo y orquesta de cámara; Sinfonietta para orquesta de cuerdas y Rapsodia Caroliana para violín y guitarra. Actualmente tengo entre manos otra: Concertino grosso para orquesta de cámara. Me va a llevar probablemente hasta fines de este mes o comienzos de julio. ¿Te parece que para entonces ya podremos hacer clic en start?”.
Se refería al nuevo proyecto de ópera, Kafka, de la que esperaba los guiones de las primeras escenas para empezar a componer. (La ópera quedó inconclusa; compuso la obertura y una primera escena).
Entusiasmo, alegría, fuerza creativa incontenible: era su manera de vivir, y parece natural que haya sido su manera de morir: repentinamente, mientras trabajaba en una nueva composición. Es que siempre estaba trabajando en una nueva composición.
Sus padres, inmigrantes sefaradíes provenientes de Turquía, llegaron a Uruguay el año antes de su nacimiento. A los nueve recibió de su madre un violín, que estudió hasta que descubrió el oboe, a los 18. Desde entonces, en incontables orquestas de cámara y diversos conjuntos, y en la Orquesta Sinfónica del SODRE, el oboe fue su instrumento.
Muy temprano descubrió la composición. Su primer maestro fue el refugiado español Enrique Casal Chapí, de gran importancia en la formación de compositores latinoamericanos. Luego estudió con Ginastera en el instituto Di Tella de Buenos Aires, y más tarde con György Ligeti en Alemania. En aquellos años de neovanguardias de la posguerra y de la irrupción de la electrónica, León propuso un Sistema de Estructuras por Permutaciones (SEP) como técnica de composición. El fundamentalismo compositivo de las vanguardias marcó las décadas de 1970 y 1980; con el tiempo encontraría lugar para una actitud cercana al eclecticismo: “Uso lo que necesito”, insistiría en los últimos años: hacía a un lado modas, preceptos y corrección académica, priorizando las ideas que su experiencia y la vastedad de sus conocimientos musicales le hacían intuir adecuada para la idea en la que trabajaba. Las obras proliferaron y no cesaron de acumularse, a una velocidad que el tranco lerdo de la cultura nacional no pudo asimilar.
Algunas de sus obras fueron estrenadas en el país; otras lo fueron en el extranjero. En 2013 terminó de componer su primera ópera, Rashomon, una composición postergada desde que, en su juventud, vio la película de Akira Kurosawa. Quedó impactado por la historia originada en dos cuentos de Ryūnosuke Akutagawa, una idea perfectamente acorde con el modo rupturista y subversivo característico de las vanguardias. Para cuando finalmente el SODRE la estrenó ‒en 2015‒, Biriotti ya le había propuesto al instituto el estreno de otra ópera, recién terminada: Ana Frank, que aún espera respuesta.
León nació el mismo año que Ana; en 1964 había compuesto una sinfonía con su nombre, que se considera una de sus mejores composiciones de la primera época, pero durante décadas había sentido la necesidad de narrar mucho más, y el carácter dramático de la ópera se lo permitió. León se sentía muy cerca, por ser de la misma generación, de los niños y adolescentes que fueron víctimas de la shoah: descubrió, en un viaje a Praga, que muchos de los niños asesinados habían compuesto música en Terezín. De ese viaje volvió con una composición en memoria de las víctimas, que se estrenó en Londres, donde conoció a algunos músicos que habían sobrevivido a Terezín.
El Centro Nacional de Documentación Musical Lauro Ayestarán, del Ministerio de Educación y Cultura, conserva, desde 2015, 111 partituras de León Biriotti. Luego de esa fecha compuso al menos 15 piezas más, y según sus cuentas personales, el total de su obra suma cerca de 180 composiciones.
Una parte significativa de la obra de Biriotti nunca se convirtió en un acontecimiento acústico. “No importa. Las tengo aquí”, decía, tocándose la cabeza, con su sonrisa pícara y franca. No perdía tiempo en amargarse: abría su carpeta, pedía un café al mozo de Chez Piñeiro y se ponía a llenar hojas pentagramadas.
La mayor parte de los uruguayos nunca escuchó una pieza de León Biriotti. No es popular y nunca será popular. Justamente por eso es deber de quienes asumen la tarea de administrar la cosa pública proteger y promover la obra de los grandes creadores uruguayos.