Hay una coreografía en el montaje. Una hipnótica superposición de planos en la que parece que el telar mecánico y la tejedora fueran una pareja de baile. Como si los viéramos encontrarse en el centro de la pista –la fábrica– sólo para enganchar los brazos un instante, mirarse a los ojos, salir disparados a lados opuestos y volver a buscarse para separarse de nuevo. Como en una polca de las relaciones de producción.

Hay una belleza en el montaje. Si se puede nombrar como belleza el cuadro –retablo medieval trasplantado al norte jujeño o tucumano– de ese niño que expira con el cuerpo tendido en la cama de una vivienda de lata. Se estiliza como un signo de interrogación mientras la madre, con un cirio encendido en velorio anticipado, intenta responder de cierto modo. Otra parte de la misma respuesta es la curandera que entra con una lata vieja tapada por un madero. Saca un sapo y lo frota por la piel estirada del agonizante.

Hay una denuncia del país saqueado, como nos dicen los carteles que se intercalan. Lo reitera la voz en off que lo recalca. Lo repiten por contraste las otras imágenes de golfistas, revistas de moda, hacendados midiendo toros campeones en la exposición rural.

Maniqueo y bello y doloroso. Es el panfleto de La hora de los hornos (1968), la película del argentino Fernando Pino Solanas. Nieta de la vanguardia soviética, prima del documentalismo cubano y de los spots publicitarios que filmaba Solanas para financiarla. Hija, a su modo, de los otros ojos, los del metraje último del ametrallado Ernesto Guevara que aparecen en un larguísimo plano final y mudo de la primera parte.

Ahora que también Solanas propicia, desde el viernes, el balance por los idos, La hora de los hornos, esa película netamente ideológica, asoma como el punto más alto de su legado artístico. Después vinieron Los hijos de fierro (1975) y los melodramas político-musicales de El exilio de Gardel (1985) y Sur (1988), que lo volvieron masivo a la luz de las marquesinas.

La hora de los hornos había tenido una masividad distinta. Construida a través de exhibiciones clandestinas a tono con lo clandestino que había sido el acto de filmarla. En ese sentido podría decirse que hay otra obra de arte, más allá de la que quedó encerrada en las latas conteniendo el celuloide. Una obra performática, cocreada, popular en el más profundo de los sentidos, emparentada con otras derivas similares como las de La batalla de Chile (1975-1979), de Patricio Guzmán, o la posterior Acta general de Chile (1986), de Miguel Littin. Y sin embargo La hora de los hornos destaca por su entronque godardiano. ¿Es Solanas, aquí, quien mejor realiza la utopía del grupo Dziga Vértov, en el que Jean-Luc Godard intentó licuar su individualidad después del sacudón del mayo del 68? Sería, en ese sentido, maoísmo peronista.

Luego vino la carrera electoral. Apoyar al Frente Grande, crear su propio movimiento, Proyecto Sur, volver al peronismo, sus períodos como parlamentario y agitador mediático.

Ahora se fue Solanas con 84 años. Queda su grito.