Quienes fuimos adolescentes en los 90 y transitamos hacia la edad adulta en aquel fatídico año 2002 estamos alcanzando la mediana edad. Sea cliché o realidad forzosa, algo en esta etapa de la vida conlleva una necesidad de retrospectiva y balance, de reubicarse en la realidad presente repasando lo vivido. No han sido pocas en los últimos años las producciones literarias, periodísticas o ensayísticas que intentan construir un retrato generacional de este grupo etario que se halla justo en el límite entre la generación X y los millennials, categorías ambas que, además de no ser siquiera precisas para ubicarnos con un criterio cronológico, corresponden a una lógica globalizante que no atiende las particularidades de esta región del mundo, donde las derivas sociales y políticas conllevaron a los nacidos a finales de los 70 y principios de los 80 a una serie de experiencias en común, diferentes tanto de las de quienes vivieron su juventud en dictadura como de las de los jóvenes del ciclo progresista.

Los años 90 coinciden, a nivel global, con la imposición de la idea del fin de la Historia, el capitalismo neoliberal como única forma de organización posible a nivel económico, y la democracia representativa como única opción a nivel político. En América Latina, particularmente, derrotada la izquierda utópica y sin la madurez de los estados de bienestar europeos, el neoliberalismo que en los 70 había tenido que imponerse de forma autoritaria y militarizada para desarticular formas de resistencia colectiva que se encontraban muy bien aceitadas se encontró libre para actuar sin demasiada oposición, en tanto la movilización social cedió a un electoralismo pragmático y resignado.

La subjetividad de los jóvenes del fin de la Historia fue, irónicamente, bastante poco juvenil. Mientras en Occidente la idea del progreso fue hegemónica desde cualquier lugar del espectro político, las nuevas generaciones fueron, para bien o para mal, las portadoras del mundo venidero, ya fuera en plan de continuidad o de ruptura con lo pasado. Incluso el nihilismo de la contracultura de los 80 se encontró aquí cercado por un autoritarismo tradicionalista que obligó a esa generación a ensayar, al menos, estrategias muy definidas, agresivas y creativas de resistencia territorial. En cambio, los años 90 nos encontraron en una especie de limbo estático, en el que no había demasiado contra qué rebelarse, o siquiera innovar en lo que ya estaba dado, y cuando al iniciar el milenio el paradigma hegemónico cayó en crisis, no había siquiera un plan para sustituirlo, teniendo en cuenta, además, que no había tampoco una autopercepción colectiva de las generaciones más jóvenes para construir ese plan.

En Los pasajes comunes, de Gonzalo Baz, nacido en 1985, se hallan muchos rasgos comunes a varias narraciones enmarcadas en este contexto. El relato anecdótico, desjerarquizado, donde ningún episodio es determinante o fundante, en tanto los personajes no persiguen otro objetivo que matar el tiempo. La calle o los pasajes vecinales como espacio de encuentro y referencia, y de escape ante la atmósfera opresiva de la casa familiar. Las drogas ilegales, que en otras narrativas aparecen asociadas a identidades outsider o contraculturales, vistas aquí como un elemento de la cotidianidad, casi costumbrista, tan anecdótico como la caña que tomaría en la pulpería el protagonista de un cuento gauchesco. El desafío a la autoridad como una travesura, un simple escape al tedio imperante que no busca un cuestionamiento orgánico o totalizador, en cosas tan burdas y a la vez tan necesarias como tirar piedras al techo de la comisaría y salir corriendo cual niño que juega al ring raje.

Pero además, si bien, como decíamos, las narraciones sobre recuerdos juveniles en los tardíos 90 y el milenio temprano se están produciendo en forma bastante copiosa últimamente, una particularidad de Los pasajes comunes es que permite vislumbrar, entre líneas, como una suerte de background, los procesos globales que llevaron a esas subjetividades, las estrategias por las cuales se fueron desmontando las formas de acción colectiva, de percepción de comunidad, incluso a niveles tan poco ambiciosos como una comunidad vecinal. De esta manera, el relato trasciende el mero retrato generacional y adquiere la profundidad de la perspectiva histórica.

El narrador de Los pasajes comunes es un montevideano residente en San Pablo que pretende rearmar los recuerdos de su barrio, un complejo de viviendas que, aunque no se nombre, recuerda bastante a Euskal Herria. Las derivas del vecindario se cuentan intercaladas entre las experiencias del narrador y sus amistades cercanas, y es allí donde se ve una identidad colectiva que boquea ante la maquinaria que no cesa en sus intentos de borrarla. La forma en que las resoluciones sobre el complejo, originalmente construido para alojar a funcionarios militares y ocupado en los 80 por empleados públicos, van pasando de las reuniones de vecinos a la administración, la presencia policial constante sobre los pasajes vecinales y particularmente atenta a los vagabundeos de adolescentes y jóvenes, la cerrazón y el ostracismo de los mundos privados de cada apartamento, en donde, aunque numerosos y cercanos, todos son entre sí perfectos y recelosos desconocidos y, sobre todo, los esfuerzos del narrador por encontrar un apoyo a sus recuerdos, alguien que haya estado allí y recuerde lo mismo que él, sacándolo de la duda sobre si los hechos realmente ocurrieron así. Paradójicamente, sus experiencias no aparecen confirmadas a través de las vivencias en común con sus vecinos, sino en uno de sus amigos de San Pablo: Augusto, que funciona como un álter ego del narrador, al haber emprendido él mismo la empresa de reconstruir la historia de su barrio natal, Praças da Itália, y constatando el mismo proceso de desarticulación del colectivo vecinal, la misma destrucción de los espacios de reunión y referencia, y la misma impotencia al no poder reconstruir esa historia que sólo él parece recordar.

El título se resignifica así en forma sumamente poética. En sentido literal, “los pasajes comunes” es la forma de nombrar los caminos vecinales compartidos por todo el complejo de viviendas, pero en otro sentido habla de tránsitos en el tiempo, y no sólo en el espacio, de historias y experiencias compartidas y generadoras de identidad. La narración se construye en un último intento de rescatarlas del fondo de un olvido al que no fueron llevadas por mera casualidad, sino como parte de un plan bastante más amplio, frente al cual el ejercicio de la memoria constituye, en sí mismo, una forma de resistencia.

Los pasajes comunes. De Gonzalo Baz. Montevideo, Criatura editora, 2020, 92 páginas.

Nota: algunos conceptos generales vertidos en esta reseña deben mucho al artículo “De generaciones”, de Soledad Castro Lazaroff, publicado en Brecha el 13/11/2020, y a otro artículo citado en el anterior, de Gabriel Delacoste, “La izquierda ochentista”, disponible en el portal web Hemisferio Izquierdo. Ambos se agradecen y recomiendan.