En París todavía está la fonda del número 7 de la rue du Faubourg‑Montmartre en la que malcomía el autor de Los cantos de Maldoror. Se la puede ver en Google Maps. En la planta de encima murió, solo, en un dormitorio de alquiler, Isidore Ducasse, el escritor que no nos merecimos. En el acta de defunción dieron testimonio el posadero y un mozo. En noviembre de este año hará 150 años y, si la pandemia lo permite, estallarán los fuegos de artificio de los homenajes sin que todavía se lo haya llegado a comprender del todo. A veces –dependiendo de la edad en que lo leamos, de cierto estado de ánimo– parece una cosa, otras tantas parece una muy diferente. Unas veces se tiene la tentación de decir que lo que nos enseñó fue que la belleza y el horror no son los lados opuestos de una grieta. Otras tantas queda la sensación de que esa es una mirada superficial y escolar, que falta la lectura de los 20 años –que era la edad de su escritura–, esa lectura que entra por los ojos y queda atravesada en la garganta. Una lectura que nos dice que ni antónimas ni hermanas, sino apenas dos animales bebiendo en el mismo ojo de agua. Inútil, entonces, conjurar el horror con belleza. Se mirarían entre sí con indiferencia y no entenderían por qué las hemos puesto cara a cara, como si tuvieran algo que decirse.

Puede ser que los arqueólogos del folclore gótico encuentren raíces antiquísimas para las leyendas del vampirismo. Pero fue el de Lautréamont el primer vampiro consciente de esa yuxtaposición de términos y, por lo tanto, el primero realmente relevante en términos literarios y, a partir de la literatura, significativo para el resto de las artes. Sin que relevancia implique, aquí, nada parecido a la trascendencia. Aquí hablamos de un vampiro adolescente. El cine, salvo excepciones, prefirió siempre al vampiro aleccionador, viejo, empantanado en su spleen de antes de la eternidad, un vampiro metafísico entre Jean‑Paul Sartre e Idea Vilariño.

Quizás el más ducassiano de los vampiros del cine esté en una película que tuvo su media década de fama en los 70 y ahora es una matiné para ver en Youtube con subtítulos en portugués: El rojo en los labios (1971). Ahí está el mejor planteo de la ecuación imposible e irrelevante entre belleza y horror.

¿Nos enseña algo que la condesa húngara que mata y bebe sangre de gráciles muchachas esté interpretada por Delphine Seyrig, la Susan Sarandon del cine francés de la segunda posguerra? Nada. Apenas confunde. La verdadera importancia de esa película, más allá del intento de Harry Kümel de experimentar con el porno chic, está en el tramo final. La suerte que corren sus dos heroínas principales cuando deciden salir a la carretera sacudiéndose todo lastre es un antecedente de Thelma y Louise (1991). Se anticipa en dos décadas y supera en intensidad a la zambullida en el gran cañón de las vaqueras de Ridley Scott. “Más rápido, más rápido”, le ruega y le exige la vampírea Seyrig a la joven conductora. Y no se sabe si quien ruega es la belleza o el horror. Tampoco importa. Igual que en Los cantos de Maldoror.