No sé si Baudrillard a esa altura ya me lo había explicado, pero yo conocí el simulacro cuando me tocó recorrer unas grutas de resina poliéster en el Arizona Desert Museum, en Tucson. Se parecían mucho a las grutas verdaderas –recién al tocar los fósiles incrustados en las paredes se descubría el engaño–, pero tenían la ventaja de ser más seguras para el visitante, además de estar ubicadas en un lugar más práctico, justo a la entrada del enorme predio, y no en esos lugares casi siempre a trasmano en los que la naturaleza se empecina en instalar las cosas interesantes. Era el último tirón del siglo XX y yo estaba descubriendo el desierto y aprendiendo la palabra “saguaro” gracias a la invitación de Hiber Conteris, profesor, en esos días, de la Universidad de Arizona. El simulacro, entonces, empezó para mí como una comprobación dolorosa que no dejaba de tener algo de inverosímil: ¿por qué los visitantes del museo necesitaban esa farsa, esa construcción enorme y costosa que copiaba las formaciones rocosas a escala monumental, si era perfectamente posible entender lo que es una gruta, una piedra, un fósil, a partir de su descripción mediante el lenguaje, o incluso a través de imágenes? Mi asombro llegaría aún más lejos esa noche, cuando me tocara participar en la ceremonia del año nuevo chino en un salón lleno de estudiantes occidentales que coloreaban láminas con motivos tradicionales cantoneses y armaban un dragón gigante de papel con el que, me explicaron, ejecutarían poco después una danza típica. Típica de China, claro, porque la idea era “sentir” lo que sienten los chinos cuando les llega el año nuevo. Esa ingenuidad intelectual, ese esfuerzo pragmático por acercarse a lo desconocido mediante la estrategia de poner manos a la obra y hacer cosas me pareció extraña entonces, pero el siglo XXI me iba a tapar la boca. Esta semana, el mismo día en que supe que Hiber se había muerto, vi el primer avatar en Facebook.

Hiber fue –es obvio– un escritor de la segunda mitad del siglo XX, pero sobre todo fue un personaje de esa época. Fue deportista y militante, recorrió Europa con identidades inventadas y cayó preso en su país cuando creía que ya nadie lo buscaba, perdió un hijo en Nicaragua y pasó años viviendo en el sur de Estados Unidos. Contaba que, en la ciudad que lo recibió en ese país, tenía un día propio: una fecha fija en la que, por ejemplo, podía usar gratis el transporte público. El día de Hiber Conteris.

Siempre pensé que a su obra, inexplicablemente, le faltaba un héroe. O mejor dicho, que le faltaba hacer de sus muchos protagonistas uno solo: una figura que pudiera pasar a la historia como Philip Marlowe o Sam Spade, como Alatriste, como Tintín. Porque sus novelas eran de aventuras, aunque contrabandearan disquisiciones filosóficas o estéticas y dejaran al lector, casi siempre, sin la tranquilizadora certeza de que las buenas acciones conducen al bien y las debilidades morales son castigadas. Hijo de una época en la que era habitual querer cambiar el mundo mediante la acción directa, y heredero de una tradición letrada que abrevaba tanto del folletín como de la enciclopedia, Hiber ponía a sus protagonistas en situaciones equívocas, los sometía a la tentación, los dejaba al alcance de la derrota y les salvaba el honor en algún último gesto caballeresco o displicente. “La novela es el ámbito en que se mueve un héroe degradado”, me dijo, citando a Lukács, en una entrevista. También me dijo que no podía concebir la ficción sin aventura.

El día que se conoció su muerte apareció en mi muro de Facebook el primer avatar y yo creí que era un truco como aquel de envejecer las fotos. Pensé que a partir de la foto de perfil del usuario la aplicación creaba un dibujo que se le parecía, así como algunos programas permiten hacer de la foto del jardín sacada con el celular una falsa pintura impresionista. Pero la cosa es todavía peor: el avatar que Facebook nos ofrece no es más que un kit de caras, pelos y accesorios estándar con el que nosotros mismos debemos armar la imagen que creemos que se nos parece. El resultado de esta manía es un universo de seres idénticos, sin edad, sin expresión, apenas diferenciados por atributos como el peinado o el color de los anteojos. Un paso más hacia la uniforme disolución en la masa, y otro empujoncito a la infantilización radical de los adultos.

Chau, Hiber. Viviste en un mundo de aventuras del siglo XX, con hombres aguerridos y mujeres despampanantes que se dejaban seducir con un par de martinis y una conversación ingeniosa. Este mundo de avatares cabezones calzados con zapatillas, este simulacro barato de personajes de historieta no tenía nada más para ofrecerte.