Juana Pérez, una mujer trans de origen centroamericano que se gana la vida ejerciendo el meretricio en un poblado alpino de Italia, aparece muerta a orillas del río Dora. El lector, sin embargo, demora un poco en saberlo porque Polvo y sombra, la sexta entrega de la serie criminal protagonizada por el subjefe Rocco Schiavone, se estira más de lo necesario en detalles idiosincráticos, en anécdotas tragicómicas y en diálogos sin importancia que parecen tener la función de engrosar el volumen y dar a conocer al neófito los rasgos más notorios del personaje principal: un hombre entrado en la madurez, más bien misántropo, grosero, indiferente al poder y las jerarquías y con muy poca paciencia para las bobadas.

Rocco Schiavone está castigado en Aosta, un pueblo de montaña al norte de la península itálica, y en esta novela está también castigado dentro de la propia jefatura, expulsado de su despacho y movido con papeles y todo al viejo cuartucho de las escobas que queda en el sótano. El detalle no tiene la menor importancia a los efectos de la trama, pero sirve para que sepamos que a los jefes y a los poderosos, estén donde estén, no les gusta el subjefe Schiavone, y también para darnos a entender que a toda jefatura de Policía pueden llegar los de arriba y acomodar muebles y personas a su conveniencia.

Como en varias de las entregas anteriores de la serie (y en un montón de novelas de género negro, sobre todo si siguen a un mismo héroe a lo largo de varios relatos), en esta hay dos crímenes, y eso permite abrir dos líneas narrativas: una estrictamente presente, con una investigación puntual que llegará o no a los culpables, y otra que se engancha en el pasado y ayuda a hilvanar los capítulos de la vida del protagonista, recuperar a personajes ya conocidos y mostrar eso que suele describirse como “madurez” o “evolución” de los caracteres. El segundo crimen, entonces, será el de un hombre que aparece muerto en Roma, con el cuello cortado y el número de celular de Schiavone en el bolsillo del pantalón.

Los lectores de Manzini y de las aventuras del subjefe probablemente ya sepan que llegó a Aosta luego de haber perdido a su mujer, Marina, asesinada por un disparo dirigido a él, y que la estela de sangre que dejó ese crimen alcanzaría también, años después, a Adele Talamontini, la esposa de su gran amigo Sebastiano. Ahora vuelven a agitarse las sábanas de esos fantasmas y una vez más Rocco saldrá al cruce del taimado Enzo Baiocchi, asesino de Adele y hermano del finado Luigi, matador de Marina. Y en ese periplo, que en rigor es menos para detener a Baiocchi que para salvar a Sebastiano de la sed de venganza que lo carcome, deberá enfrentar el hecho de que no se puede ser policía y conservar, sin consecuencias, las amistades forjadas en una despreocupada infancia en las calles.

En una entrevista para la diaria en 2017, Antonio Manzini le decía a Débora Quiring que Rocco Schiavone entró a la Policía buscando un trabajo seguro, pero que era “un tipo de la calle” y que su ética seguía siendo “una ética callejera”. Efectivamente, Schiavone considera que los casos criminales que debe atender son el grado más alto en la lista de tocadas de huevos (la traducción peninsular, claro está, dice “cojones”) que puede traerle un día cualquiera, es poco respetuoso de las convenciones, no le importa violar una o dos reglas si es necesario, y tiene la sagrada costumbre de fumarse el primer porro del día en la oficina, en plena jefatura. Tiene además el detestable hábito de ser innecesariamente grosero tanto con los jefes como con los subalternos, exhibe un comportamiento misántropo que no parece corresponderse con las relaciones afectivas que tuvo y conserva, y es bastante hábil para adivinar las formas de una mujer aunque esté enfundada en un traje plástico estéril de pies a cabeza. Sí, por si no había quedado claro hasta el momento, Rocco Schiavone es un cliché: un personaje tan convencional dentro del género como las historias en que actúa, las reflexiones pseudomorales que se permite o las traiciones que cada tanto le toca sufrir.

Antonio Manzini es un discípulo de Andrea Camilleri, que se quería discípulo de Georges Simenon y de Manuel Vázquez Montalbán, y en honor a la genealogía habría que decir que el producto que ofrece es una versión más descafeinada y más obvia del mismo paquete que armaban sus precursores. Así, sin el espesor melancólico y gris de los culpables de Simenon, sin la escritura brillante y lúcida de Vázquez Montalbán y sin el astuto encanto con que Camilleri los homenajeó a ambos en la persona de Salvo Montalbano, el trabajo de Manzini es apenas más de lo mismo, una ración de snacks que devora el ansioso mientras piensa en otra cosa.

Polvo y sombra. De Antonio Manzini. Montevideo, Penguin Random House (Salamandra Black), 2020. 379 págs.