En tiempos de extrema dispersión y progresiva feudalización de un montón de escenas, estilos y sentires, es difícil encontrar una figura que conjugue tanto de la imaginería indie (cuando el indie era un lugar, una especie de continente) como Rosario Bléfari. Es impactante, porque todo lo que fue ella se convirtió en algo así como metáfora y resultado de una forma de hacer cultura.
Así, en esa cualidad renacentista, había múltiples Bléfaris (la Rosario detrás de Suárez y con posterior carrera solista, la Rosario actriz y la Rosario escritora), y a su vez todas siempre parecían remitir a una sola y poderosísima fuerza gravitacional.
Nacida en Mar del Plata en 1965, hija de padres que durante gran parte de su vida alternaron entre distintas casas y provincias en el rol de caseros de hombres adinerados, Rosario pasó su infancia en cuartos de servicio, con esa paradójica capacidad panóptica que otorga el ser invisible para otros. Gran parte de estos recuerdos, como los de la infancia en Bariloche, donde los sentidos se agudizaban y condensaban en el frío, figurarían en muchísimas de sus canciones (“Todas las mañanas transmitiendo desde la Antártida / con una foca en la bañera y saludos en la nieve. / Buen día y... arriba, / buen día y... arriba. / Bajamos a la ruta y más abajo todavía, / más abajo, todavía, / camino congelado”, en “Saludos en la nieve”).
Hay algo transferible a este rol de testigo acumulador de sensaciones en sus primeros trabajos con Suárez, banda en la que Rosario se erigía como la cantante poderosísima de un universo subterráneo, en la misma medida en que su voz permanecía sumergida en una masa de reverberaciones y acoples de guitarra. Si bien su primer álbum fue Hora de no ver (1994), sería con Horrible (1995) que la banda se convertiría en piedra angular de la escena indie rioplatense. Con un sonido low fi y letras de contenido narrativo disperso, a la vez que altamente evocativo, hasta el día de hoy Horrible es un álbum que proyecta una sensación espacial extrañísima: más que un disco, parece una casa en la que cada habitación es un micromundo distinto.
Horrible funcionó como canonizador de un estilo de música que iría en crecimiento hasta su eventual explosión promediada la primera década del nuevo milenio. Si Young Marble Giants, Mazzy Star, My Bloody Valentine y The Velvet Underground eran una referencia evidente para cualquiera que se topara con aquel álbum, eventualmente Suárez se convertiría en una de esas bandas que aparecían en montones de entrevistas a bandas más jóvenes.
Luego siguieron el poderosísimo Galope (una de las incursiones más anticipatorias en el sonido motorik del kraut rock en la música argentina –del que Él Mató a un Policía Motorizado haría uso extensivo–) y Excursiones, quizás la obra más cancionera –y, a su vez, redonda– de aquella formación. En ese trayecto la voz de Bléfari fue avanzando como a machetazos a través de ese bosque espeso de sonido, y aquel último disco sería una señal bastante clara de la inminente búsqueda de carrera en solitario.
El tema de la voz siempre fue crucial, y eleva una cuestión que parece una perogrullada, pero no lo es: Bléfari siempre fue tanto una voz como una pluma. Sin embargo, su voz no se jugaba en la dimensión del cantar, o de las clásicas habilidades olímpicas que se premian en diversos concursos televisivos. Más que por sus habilidades en el canto, la particularidad de Bléfari se jugaba en una cuestión de timbre y de dicción: a diferencia de la larga tradición de rock argentino que tenía por detrás, las palabras en su boca parecían algo más cercano a como las diría uno de nuestros amigos, alguien en la intimidad de una habitación o entre dos pitadas de cigarro. Se puede aprender a mantener una nota o sostener un falsete, pero es mucho más difícil explicar cómo decir, de forma que suene verdadera, una palabra como “porvenir”.
El salto que dio Bléfari en la dicción de las palabras en Suárez es comparable con el que dio el nuevo cine argentino, que hizo que todos los parlamentos de películas anteriores, aunque fueran en los 70 y 80, de golpe parecieran afectados, con un cantito medio tanguero que, una vez percibido, ya no se puede dejar de oír.
Es en esta dimensión del habla, también, que Bléfari dejó su marca en el cine argentino. Dirigida por Martín Rejtman, primero en Doli vuelve a casa y Rapado, sería en Silvia Prieto que adquiriría un rol casi de ícono dentro del cine independiente latinoamericano. Con una dirección peculiarísima en la que se prioriza lo tímbrico, y una actuación heredera del estilo de Robert Bresson, la voz aguda de Bléfari calzó como anillo al dedo. Hasta el día de hoy uno ve esa película y no puede parar de sorprenderse ante la multiplicidad de versiones icónicas del personaje, tan sólo con el detalle de cómo aparece vestida: Silvia Prieto de mameluco amarillo cargando una pajarera; Silvia Prieto con buzo azul marino trozando interminables cantidades de pollos; Silvia Prieto robándose un saco Armani; Silvia Prieto de campera roja y camiseta holgada de detergente Brite; Silvia Prieto de rulos y tapado de piel negro, pronta a conocer a otra Silvia Prieto.
La película sería la coronación temprana de una actriz de culto que aparecería en otras películas de renombre, como Los dueños, Adiós entusiasmo y La idea de un lago.
Poco antes de su muerte, debido a complicaciones con un cáncer al que había dado una fuerte batalla, Bléfari mantuvo activo un blog/diario en el que esparcía sus pensamientos y aconteceres cotidianos. Se había mudado con su padre a La Pampa, y todas las entradas circulan alrededor de construir cosas, enfrentarse a diversos objetos y pensar qué hacer con ellos, como un eterno puzle sin modelo a copiar. Debe ser difícil pensar en una imagen que conjugue de forma tan certera cómo fueron la obra y la ética artísticas de Rosario Bléfari a lo largo de su vida. “Adiós, adiós. / Me voy, me voy. / Sigo remontando río arriba en un barco que en la proa / lleva el nombre de tu nombre, / río Paraná”.