Imagine tener delante una partitura que le resulta totalmente familiar, la que guste, pero al tocar en el piano las teclas que corresponden a cada nota se obtiene un sonido desconocido. Así es México. Un largo texto indescifrable escrito en un idioma que todos creemos comprender. Mucho más si se trata de ese galimatías social y político que fue la Revolución Mexicana.

La literatura y el cine han tratado de traducirlo, con algo de suerte y mucho de fracaso. Los mejores de esos intentos pueden verse ahora en el canal de Youtube de la Filmoteca de la UNAM, la Universidad Nacional Autónoma de México. Son tres películas de Fernando de Fuentes filmadas en los años 30 del siglo pasado. Denostadas en su momento, mutaron a mito cuando fueron redescubiertas por la generación del 60, y luego se reacomodaron nuevamente en los 90, cuando la crítica cinematográfica las empaquetó, acertadamente, como “Trilogía de la Revolución”.

La que cierra el ciclo involuntario es la que debe verse primero. Vámonos con Pancho Villa (1936), basada en la novela homónima de Rafael Muñoz, tiene tal grado de realismo en su reconstrucción material y espiritual de la montonera villista, “la Bola”, que se coloca en un sitio fronterizo en la percepción del espectador. Se sabe que es ficticia, claro, pero se tiene la sensación de estar mirando una crónica documental de esos personajes imaginarios y laterales que la protagonizan. El entramado es tal que quien los imaginó, el novelista Rafael Muñoz, interpreta como actor a una de sus criaturas. Para rizar más el rizo, la película de Fernando de Fuentes –se ha dicho– es bastante infiel a la novela, y esa infidelidad se manifiesta, en su aspecto más visible, precisamente en el personaje que encarna Muñoz. El director “olvida” que el novelista lo hizo manco, puesto que su destino será morir lanzando las bombas caseras que fabrica. Esa sutileza se la lleva por delante el rodaje, y no está del todo mal que así sea. “Vino el remolino y nos alevantó” es una de las frases que la narrativa oral acuñó para explicar la masividad de la revuelta. Una fuerza de la naturaleza de su tiempo que se expresa y se resume en la potencia narrativa de ese viaje homérico de su quinteto protagónico.

Si la crítica actual suele considerar Vámonos con Pancho Villa como la mejor película mexicana de la historia, la segunda de la trilogía, El compadre Mendoza (1934), aparece en el top diez de casi todas las listas. Acá no hay idealismo, sino su contracara. Todos saben que la traición es la posibilidad más plausible, pero aun así se mantienen dentro del juego de máscaras. Esa forma desesperanzada del fatalismo esconde la esperanza más naíf y arriesgada: ¿y si la traición no se produce?

Para el final debe dejarse El prisionero 13 (1933), urbana y de cámara. Al ser la primera ya prefiguraba las otras, pero, en esta mutación experimentada por la trilogía al cabo de los años, se aprecia mejor si se la ve después. Tres claves para entender que el fondo de eso que se está viendo (¿México o nosotros mismos?) es algo que nunca se entenderá del todo.