El almanaque es un animal de extrañas costumbres. Pocos imaginarían que dos escritores como Mario Benedetti y Charles Bukowski hayan nacido el mismo año. No sólo estaban situados estéticamente en las antípodas. En Uruguay, para la generación del 86, eran la antípoda perfecta. En una carta de lectores al semanario Aquí, publicada en diciembre de 1987, Gustavo Escanlar tiró la que usualmente se considera la primera piedra de la generación de los parricidas: “En vez de pasarnos una noche entera leyendo La tregua, la pasábamos mejor y más placenteramente con Bukowski”.

Pero Benedetti y Bukowski compartían algo más que el año de nacimiento. Ambos tuvieron que ganarse la vida al margen de la literatura en empleos que luego llevaron a sus libros con suerte desigual. Pero mientras el primero tenía vocación de enderezar su vida mediante las letras, el otro, hasta que pasó la mitad de su existencia, no hizo otra cosa que torcerse maravillosamente.

En 1965 los dos pensaban de Uruguay más o menos lo mismo. Benedetti con conocimiento de causa, Bukowski por pura intuición. El primero venía de estar harto de la falluta clase media, como lo señaló en El país de la cola de paja (1960), y estaba dando a imprenta su crimen interruptus del hoy parcialmente rescatable Gracias por el fuego. Ese mismo año Bukowski publicaba en el número 4 de Dust su poema “Uruguay o el infierno”, que en 1969 incluiría en su libro Los días pasan como caballos salvajes en las colinas.

Ahí la voz poética despide a su amante recién muerta en un lugar impreciso (“Debió haber sido México / o Uruguay o el infierno”) y todo es sepulcralmente bukowskiano. Es decir, lleno de una desesperanzada ternura para la cual la sordidez es sólo un decorado.

Aunque ahora se lo puede encontrar en todas las librerías, a la salida de la dictadura se pronunciaba el nombre de Bukowski como una contraseña. Es impreciso el camino que tomó para llegar a estas tierras. Hay quien dice que las primeras traducciones las envió desde México, en correos clandestinos, el poeta comunista Saúl Ibargoyen Islas, quien lo conoció a través del libro Soy la orilla de un vaso que corta, soy sangre (1983), con traducción de Roberto Castillo Udiarte. La mirada de Ibargoyen sobre el universo bukowskiano también influyó en otras latitudes. Es a Ibargoyen a quien cita como “marco literario” el chileno Poli Délano cuando entrevista a Bukowski en Los Ángeles a inicios de los 80, seis botellas de vino de por medio.

Bukowski no marida bien con gobiernos de derecha (en el FBI tenía su expediente con el número 140-35907, en los años de la cacería de rojos), así que resulta natural haber tenido que esperar al final de la dictadura para que la prensa uruguaya lo pudiera tener en su menú (el semanario Jaque, por ejemplo, publicó en diciembre de 1985 su texto “Mi estancia en la cabaña de los poetas”).

Visto en perspectiva, no es una mala cosa que su centenario, cumplido el 16 de agosto, haya pasado casi inadvertido en esta penillanura.