Con la omnipresente pandemia mundial de covid 19, nos hemos visto inundados de referencias a cómo, en épocas anteriores, la humanidad se ha refugiado en la producción intelectual y artística. Desde el ya remanido ejemplo del Giovanni Boccaccio y el Decamerón durante la peste negra hasta la formulación de la ley de gravedad por parte de Isaac Newton. Pero, paradójicamente, estas circunstancias favorables a la creatividad son, como contrapartida, francamente pésimas para la circulación de lo que esta produce. Baste como ejemplo lo que ocurre con las artes escénicas, que en todo el mundo, por más o menos tiempo, han tenido que detener totalmente su actividad para retornar luego con protocolos sanitarios que hacen insustentable prácticamente cualquier emprendimiento relacionado con espectáculos públicos, incluso los más comerciales y rentables.

En todo el mundo el mercado editorial, como casi todos los sectores de la economía, sufrió un brusco aquietamiento. Se atrasó la salida de muchos títulos, además de que las prohibiciones de reuniones y espectáculos públicos obligaron a suspender las presentaciones de muchos libros, y obviamente la recesión económica se sintió en las ventas.

Recientemente, la editorial Fin de Siglo, que últimamente ha encarado con mucho ímpetu la publicación de literatura uruguaya actual, reunió y publicó en tiempo récord la antología Cuentos de la peste. Se trata de un panorámico y diverso grupo de 27 escritores, de distintas generaciones y estilos, que han escrito cuentos que de un modo u otro aluden a la situación actual.

La inmensa mayoría de los cuentos se ubican claramente en el contexto pandémico de los últimos meses. Algunos se encuentran en un paradigma claramente realista, explorando las alteraciones en nuestra vida cotidiana que imponen las circunstancias. Tal es el caso de “Hacer que el tiempo pase”, de Carlos Liscano, en el que de una forma casi poética se enumeran rutinas domésticas complejizadas por los protocolos sanitarios, y se manifiesta la necesidad apremiante de encontrar pasatiempos u ocupaciones, mientras que en “1988/2020”, de Natalia Mardero, una joven con ansiedad y fobia social se siente, contrariamente al ánimo imperante, más en paz en la nueva normalidad que en la vieja, hasta encontrar en su introspección la raíz de su trauma. En algunos casos el absurdo cotidiano de la epidemia genera efectos fuertemente humorísticos, como en “Vecino poeta”, de Martín Lasalt, en el que el narrador, al ver las repetidas imágenes de los músicos tocando desde los balcones de sus casas durante la cuarentena en Italia, siente un profundo terror de que sus vecinos se conviertan en poetas y golpeen su puerta para recitarle sus versos.

Otros cuentos parecen apuntar a profundizar en la crisis, elaborando realidades donde los estragos de la epidemia parecen prolongarse en el tiempo y volverse aún más patentes y trágicos, como el impecable “El silencio de tanto tiempo”, de Mercedes Rosende, o “Los últimos”, de Rodolfo Santullo, donde quedan sólo dos hombres en una ciudad desierta, uno de ellos desesperado por contacto humano y el otro completamente feliz en una soledad total que no desea interrumpir.

En otros casos, la atmósfera ya extraña de los tiempos se complejiza con elementos fantásticos o sobrenaturales. Tal es el caso de los cuentos de Marcia Collazo (“Cola de seda antigua”), Carolina Cynovich (“Los acontecimientos según Marian”) y Jorge Chagas (“Regreso a casa”). La búsqueda de evasión es un elemento recurrente, generando en algunos casos mundos o historias paralelas que no sabemos si atribuir a alguna percepción alterada, como en “Una salida normal”, de Fernando Villalba, en el que un hombre casado vive una aventura extramarital a partir de una compra en Tristán Narvaja, gracias al efecto de un barbitúrico, o “Bolívar Baladán”, de Gustavo Alzugaray, donde un veterano relator de fútbol amateur de Treinta y Tres le confiesa al narrador haber creado la realidad de los partidos con su relato, ante la incredulidad de su interlocutor.

Algunos cuentos se ubican en otros momentos históricos que de alguna manera dialogan con este, como “La gran quemazón de chanchos”, de Martín Bentancor, ubicado durante la epidemia de gripe de 1958. En este sentido, resulta muy ingeniosa la vuelta de tuerca de “R.I.P. Fogwill”, de José Arenas, que alude a un hecho real ocurrido hace diez años y es muy recordado en el ambiente cultural: la muerte del escritor argentino Rodolfo Fogwill ocurrida poco después de una controvertida intervención en un festival literario en Montevideo. Al no establecer fechas, la infección respiratoria que mató a Fogwill dialoga con la situación actual, y hasta podría generar un “efecto Mandela” si se difundiera lo suficiente.

Unos pocos cuentos eluden la temática, algunos evocando vagamente un tiempo pasado (“Doña Helen”, de Susana Cabrera) o en un mundo futuro, como “Strogonoff”, de Juan Grompone, que narra la visita a un criadero de carne de laboratorio en Fray Bentos, en un Uruguay convertido en una federación de dos estados. Pero al igual que pasa con nuestra vida cotidiana, todo está cargado de evocaciones a la nueva realidad, como la búsqueda de una perra extraviada en “Invasiones”, de Gonzalo Baz, en el que el entorno solitario y distópico de La Coronilla, donde no hay ninguna excepcionalidad relacionada con la pandemia, hace eco con paisajes urbanos similares que sí se circunscriben a esta circunstancia en los otros textos. O “Las muñecas del señor Izumi”, de Pablo Dobrinin, ubicado en Japón, desde donde hace mucho se reciben noticias de los hábitos de algunos señores de sustituir a las mujeres reales por muñecas con las que se recrean los encuentros románticos, y aunque no se menciona la pandemia, es imposible no pensar en la falta de contacto humano en la nueva normalidad.

Sería largo resumir todos los cuentos, pero en términos generales, no es nada fácil elaborar un libro colectivo en el cual haya una calidad pareja. Sorprende aún más que se logre con el poco tiempo en que los textos fueron concebidos y reunidos. Todos los relatos están muy bien escritos, y las pocas imperfecciones tienen el encanto de esa inmediatez. Hasta el diseño de portada de Federico Murro, un paisaje urbano deshabitado en el que la cartelería muestra los apellidos de los autores mientras un tapabocas solitario es arrastrado por el viento, contribuye a crear un conjunto coherente y sólido. Lo cual, conociendo las dificultades provocadas por esta crisis, no puede ser menos que aplaudible.

Los demás autores antologados son Carolina Bello, Juan de Dios Caballero, Andrea di Candia, César di Candia, Luis do Santos, Natalia Fernández Coscia, Fabián Muniz, Diego Recoba, Cecilia Ríos, Ramiro Sanchiz y Ana Solari.

Cuentos de la peste. Varios autores. Montevideo, Fin de Siglo, 2020. 272 páginas.