¿Fue Pascal el que escribió que todas las desgracias del hombre derivan del hecho de no ser capaz de estar sentado, tranquilo y solo en una habitación? En estos tiempos aciagos, atravesados por una pandemia mundial, que ha obligado a las personas –en la medida de su voluntad y de sus posibilidades– a mantenerse encerradas, la máxima pascaliana tiende a desdoblarse en las dos esferas, pues si allá fuera acecha el virus, acá adentro acecha el encierro, y las dos entidades pueden ser igual de perjudiciales. El salto interior/exterior o exterior/interior es la clave literaria por excelencia: un viejo lector de novelas de caballería se hace al camino a enderezar entuertos, un viajante de comercio no logra salir de su habitación al convertirse en insecto, un agente publicitario recorre las calles de Dublín cierto día de junio y un escribiente reacio al trabajo se niega a abandonar una sórdida oficina en Wall Street. En todos los casos, el afuera y el adentro sedimentan la trama al enfrentar a los personajes con el quiebre que significa el desplazamiento de un espacio hacia el otro.

El cine, ese inquieto sobrino de la literatura, también ha explotado el choque interior/exterior y exterior/interior a través de los más variados argumentos y abordajes. Las películas de terror, en particular, han sabido capitalizar el enfrentamiento entre los dos espacios por intermedio de innúmeras amenazas que sitúan al protagonista en el plano del adentro o el afuera, según de qué lado se encuentre el Mal. Así, a la trillada cabaña en el bosque se suman laberintos tortuosos, densas nieblas, desiertos calcinantes, montañas heladas, ríos revueltos, apartamentos penumbrosos, ascensores claustrofóbicos, naves espaciales a la deriva, carreteras desoladas, planetas inhóspitos, zoológicos inquietantes, alcantarillas parlantes y otros muchos peligros con sus consabidos adjetivos. Ante tamaño despliegue de posibilidades espaciales hacen de las suyas el zombi, el vampiro, el cuidador de hotel con un hacha, el alienígena, el mutante, la planta carnívora y hasta un tractor asesino, como puede verse en Killdozer (Jerry London, 1974).

Enjambres, la reciente novela del venezolano Edgar Borges (1966), arranca para esos lados, confinando a sus personajes en una casa perdida en medio de un bosque pero, como en aquella frase popular que dice que fue por lana y salió trasquilado, es a otro sitio al que termina llegando.

Insectos

La breve novela de Borges –aspecto sobre el que ya volveremos– arranca con los personajes metidos de lleno en el berenjenal de una situación de corte apocalíptico, donde el mundo, bajado a escala a una ciudad innominada, está siendo invadido por enjambres de insectos que, entre otras cosas, provocan una especie de delirio colectivo, sazonado por la pérdida absoluta de valores morales, ataques callejeros, degradación social y suicidios masivos, que impulsan todo hacia una inminente desintegración. En ese contexto, cinco jóvenes se toman el buque de la gran ciudad y se esconden en la apartada cabaña antes mencionada, donde todos los días recibirán una breve visita de alguno de sus progenitores, que llegan con vituallas, consejos o lamentos.

A excepción de María José, uno de los dos personajes femeninos del quinteto y a quien sigue la azarosa línea de acción de la novela, los demás habitantes de la cabaña se reducen a trazos esquemáticos, que aparecen y desaparecen de forma caprichosa. Esto, que es la potestad máxima del novelista en su condición de demiurgo del universo que describe, en Enjambres tiende al estancamiento argumental y a una saturación de intercambios tan banales como soporíferos, todo subrayado por la falta de empatía que trasunta cada uno de los caracteres. La amenaza de los insectos, representada por el afuera inquietante y en mutación, es apenas un ruido de fondo, ya que el autor mueve las fichas para que la tensión crezca y estalle en el interior de la cabaña y no en un eventual enfrentamiento con los pequeños seres zumbadores.

Final

Aparecida en tiempos de coronavirus, Enjambres puede ser leída como una reformulación de los hábitos sociales surgidos o reactivados por la pandemia mundial, a través de los cuales la sociedad condimentó la olla revuelta de la sociabilidad con renovadas dosis de paranoia, temor, desconfianza, resentimiento y, tal como puede verse en las aglomeraciones en fiestas, playas y otros espacios públicos o en las personas que se mueven por la ciudad sin tapabocas, de estupidez. El problema es que al avanzar en el libro, mientras se descascara el tronco raquítico de la trama, todo se vuelve insustancial, el lector comienza a dejar vagar cada vez más la mirada por algún otro objeto de la habitación y el lápiz mecánico, siempre dispuesto a subrayar un pasaje, un giro o una expresión, languidece virginal sobre el escritorio. Finalmente, cuando los cinco personajes aislados en el bosque horadan el misterio de la convivencia –que es, en definitiva, la fuerza en sordina de la novela–, y una especie de resolución campea sobre sus destinos, el lector tantea, salvadora, la última página, la 119, como un esperado punto de llegada, al tiempo que comprueba que la brevedad de la historia es su mayor y única virtud.

Pasando raya, Enjambres, publicada en una hermosa edición por Altamarea (cuidada tipografía, notable espaciado, particular titulación de capítulos y logradas imágenes en blanco y negro al inicio y al final) es una novela fallida, que a diferencia de los colectivos alados que le dan nombre, nunca logra levantar vuelo.

Enjambres. De Edgar Borges. España, Altamarea, 2020. 124 páginas.