La batalla de Carlos do Carmo fue gramsciana. Limpiar, con paciencia de metalúrgico, la herrumbre del fado, oxidado por años de dictadura salazarista. Una música popular y contestataria nacida a comienzos del siglo XIX en las cantinas y los puertos de las ciudades portuguesas (influida por la estadía tropical de la corte, que se exilió en Río de Janeiro por las invasiones napoleónicas) se zombificó al cumplir 100 años. Se volvió una postal turística y nacionalista cuando el régimen de Antonio de Oliveira Salazar, que gobernó entre 1933 y 1974 con la variante portuguesa del fascismo, la hizo su banda sonora.

En ese país nació Carlos do Carmo, en 1939. Su madre, Lucilia do Carmo, era una estrella fulgurante del ambiente más tradicional del fado. Ese capital artístico, más el impulso empresarial de su marido, le permitió a Lucilia abrir una casa de fados que se volvería un referente de la vida nocturna lisboeta. A los 24 años, al morir el padre, Carlos empezó a llevar las riendas del local.

Si por vía materna le había llegado el arte, el arte le trajo la política. En “La adega de Lucilia”, luego rebautizada “O faia”, consolidó su amistad con quien sería su gran aparcero, el escritor comunista Ary dos Santos.

Varias de las letras del poeta, en muchos casos con música de Fernando Tordo, formarían el repertorio de un nuevo fado que Carlos do Carmo haría clásico en las décadas siguientes. La nostalgia romántica deja de ser la línea argumental casi exclusiva para internarse en toda la complejidad urbana. En ese sentido “Um homem da cidade”, que puede verse en la película Fados (2007), de Carlos Saura, será uno de sus emblemas.

En abril de 1974 estalla la Revolución de los Claveles. Los mandos medios del Ejército, hastiados de la guerra colonial e influidos políticamente por los movimientos guerrilleros que estaban combatiendo en África, derrocan la dictadura en una asonada sostenida en las calles por un amplio movimiento popular. Para ese entonces, Ary dos Santos ya estaba en el Partido Comunista (PCP) y Fernando Tordo ingresaría en ese mismo 1974. Carlos do Carmo permanecerá siempre como un “compañero de ruta”. Los tres –Dos Santos, Tordo y Do Carmo– tendrán una vinculación estrecha con Álvaro Cunhal, secretario general del PCP y uno de los principales intelectuales portugueses de su tiempo.

Ese blindaje les permitió hacer lo impensable: llevar el fado a los escenarios de las festividades políticas de izquierda y, pese a muchos oponentes, terminar de limpiarlo de salazarismo. En paralelo, el letrista, el músico y el intérprete iban ganando popularidad masiva colocando sus fados heterodoxos en los certámenes televisivos. Lograron, incluso, la representación portuguesa en la melódica Eurovisión.

La carrera internacional de Do Carmo no dejó de crecer. Alcanzó escenarios considerados consagratorios, como el Olympia de París, a la vez que se volvía un referente para las nuevas generaciones de fadistas. Al morir, el 1º de enero de este año, varios periódicos lo despidieron como “el Sinatra del fado”. A juzgar por las últimas entrevistas, el tiempo y la fama no habían limado su rebeldía.