Como la narrativa más interesante, la escritura poética también puede construir una ficción, un mundo con sus propias leyes, y es precisamente en ese terreno donde se mueve el nuevo libro de Carlos Almeida, Cementerio inicial. No esperen un yo lírico que destila las emociones de su escriba, pues la voz que recorre este único poema es la palabra –las palabras– de un muerto, o, mejor dicho, la de un ser heroicamente inmóvil que encontró en el cementerio una casa y un punto de vista. En este fascinante universo textual la muerte no cierra nada, al contrario, es la promotora de una dilatada historia bajo tierra, incluso contada con voz altisonante. “No fui un hombre / fui carne quieta / ¡qué placer esta muerte!”. El goce está en la inmovilidad, en el encierro y en la imposibilidad del sueño y el descanso. El deleite tiene otras coordenadas, y a lo largo del texto vamos encontrando pistas insospechadas sobre esta nueva alegría, como el revés de la realidad familiar. Así, una de las caras de la moneda de la existencia no es el silencio ni la nada, sino una extensión levemente alterada de nuestra lengua y nuestro mundo.

Almeida reformula un tema por excelencia para el arte en general: la muerte. Pero su figuración bordea lo abominable, al abrir la posibilidad de un mundo con un hombre inmortal, con vicios y defectos familiares. Nada que ver con la noción de eternidad o del más allá asentada en ideas de perfección y justicia, orden y necesidad. En esta cosmovisión heredada de la religión o el mito, la muerte es necesaria para acceder a ese otro orden, pero muchos de nosotros no podemos aceptar su necesidad. Entonces, en un ejercicio imaginativo, el poeta niega ese quiebre en la existencia, ese paso hacia lo desconocido por excelencia. El realismo, en esta propuesta, está en función de esa negativa, porque este personaje y su entorno delimitado forman parte de este mundo, pero no lo describen. Su postura física y moral es más bien rebelde, y por eso se deleita en la inacción, ve pasar años y años sin la menor culpa, contempla el germinado de un microcosmos que sólo la quietud revela. La muerte moviendo lo insospechado del cuerpo, obstinado en su quietud. De allí que la voz que nos abre esta tierra, las puertas del féretro, sea burlona, vehemente, arrogante. “Solo un demente llamaría tortura / a este territorio; / esta reclusión es magnífica”. Nada que ver con el tono del esclavo o la modulación del condenado, nada de seguir la pasión documental de una vida, pues no la hay, hay un presente descomunal; el documento es del más allá terrenal, bajo tierra, y amenaza así la claridad y la separación entre lo vivo y lo que se marchita.

Al final, lo relatado es la concreción de un deseo, una manera de superar los actos predecibles como humano, sobrepasar el destino de ser un calco de sus antepasados. Almeida no le da la espalda a la más cruenta verdad que nos acecha, sino que resuelve una posibilidad de ese ámbito incierto. Ir hacia lo desconocido, decía Baudelaire; pues bien, ahí va el poeta de la mano de este personaje por momentos jubiloso. Lo empírico y lo imaginario caminando juntos. Almeida con su propuesta desplaza el poema del terreno en el que su lenguaje normalmente se somete a la prueba de la verdad, y ese movimiento no lo hace ni verdadero ni falso, sino ficcional, y esa es una de sus grandes virtudes. “Vuelvo a lo que amé un día / donde pertenezco / donde nadie busca”.

Cementerio inicial. De Carlos Almeida. Montevideo, La coqueta editora, 2020, 67 páginas.