La noticia, que empezó a circular capilarmente hace unas semanas, se podría calificar como una bomba, tanto en términos antropológicos como de historia del arte, aunque la resonancia que tuvo fue poco más que la de una bengala (por culpa, quizá, de un general desinterés por el arte rupestre, y de la omnipresente y omniabsorbente pandemia): de repente, el mundo descubre que en la región norte de la Amazonia colombiana hay por lo menos 13 kilómetros de rocas cubiertas por extraordinarias representaciones de fauna, flora y humanos, con toda probabilidad el mayor conjunto pictórico prehistórico de Sudamérica. En realidad, el descubrimiento no data de 2020 (¿cómo podría coincidir con el año “maldito”?), sino que lo hizo en 2018 un equipo de arqueólogos y antropólogos colombianos y británicos con base en la Universidad de Exeter. ¿Qué pasó en el ínterin? Es cierto que tardamos milenios en enterarnos de su existencia y que un par de años más son una ridiculez en el contexto, pero la razón del retraso en dar la noticia parecería ser bastante grotesca: mostrarlo por primera vez en una serie televisiva del Channel 4 inglés, en uno de los cuatro episodios del programa Jungle Mystery: Lost Kingdoms of the Amazon. La larga espera para que se hablara de esta maravilla realmente fue, como mínimo, inútil. Dicho programa, conducido por la muy mediática paleoantropóloga, bióloga y cómica de stand up Ella Al-Shamahi, dedica, en última instancia, sólo unos diez minutos al hallazgo, mostrando únicamente la parte inglesa del team de científicos (si recuerdo bien, el coordinador del grupo, José Iriarte, no es siquiera mencionado), casi diciendo que ella está descubriendo las pinturas (no me consta que haya formado parte del equipo), mientras, con su atuendo y actitud a mitad de camino entre Indiana Jones y Lara Croft, pronuncia entusiastas adjetivos de admiración y estupor, sin agregar muchos más datos que los difundidos por la prensa.

Para decirlo todo, la información estuvo disponible desde abril del año pasado en un artículo académico –“Colonización y primeros golpes de la Amazonia colombiana durante el Pleistoceno y el Holoceno Temprano: nueva evidencia de la Serranía La Lindosa”– publicado en la revista Quaternary International; vale decir, para el público general, en el mejor escondite. Se enmarca en una serie de investigaciones más amplias que tratan de reconstruir lo que fue el movimiento migratorio más imponente de la historia, el “viaje” que permitió que numerosos grupos humanos cruzaran desde Siberia, a través del estrecho de Bering, al continente americano, hasta llegar a su sur extremo: proceso milenario e inimaginable, considerando que estos Homo sapiens se iban encontrando con ambientes absolutamente nuevos, geográfica y climáticamente diferentes a todo lo que conocían, con los enormes desafíos que se puede conjeturar. Se calcula que el periplo migratorio se desarrolló hace entre 25.000 y 18.000 años. La zona que hoy cubre la Amazonia se pobló, casi ciertamente, entre 13.000 y 8.000 años atrás. Ahora bien, las pinturas rupestres más antiguas del lugar tienen, se supone, alrededor de 12.000 años: son probablemente más antiguas que las que adornan vastas partes del Parque Nacional Chiribiquete, donde se encuentra, sin duda, el tipo de arte más cercano “estéticamente” al de la Serranía La Lindosa.

Antes de explicar brevísimamente cómo estos enormes sistemas pictóricos se presentan, es crucial rememorar una hipótesis que es cada vez más probable (sobre todo desde que la inescrutable Amazonia se puede efectivamente escrutar desde el cielo gracias a cámaras que permiten “ver” a través del tupidísimo entramado vegetal que la envuelve): justo antes del pasaje al Holoceno, el territorio amazónico cambió radicalmente, para transformarse en la monstruosa floresta tropical que conocemos. Es muy probable que antes su paisaje fuera variadísimo, incluyendo sabanas, matorrales, bosques de ribera, un ambiente que permitió a civilizaciones grandes y complejas cierto grado de instalación en el territorio, de lo que estos “productos artísticos” serían de los pocos testimonios que quedan (sobre la intervención humana en la contigua “ciudad de piedra” el debate sigue abierto). Vale decir, no el pasatiempo de un grupo restringido de cazadores, sino composiciones gráficas armadas por lo que podían ser habitantes de verdaderas “megalópolis”.

“La Capilla Sixtina de la Amazonia”. Así han definido estas pinturas casi todos los medios de prensa del mundo, posiblemente reiterando un eslogan de la gacetilla de prensa de Channel 4. Un “gancho” efectista y eficaz, a decir verdad, pero por supuesto disparatado, como casi todo eslogan: las rocas de la Lindosa son antitéticas al fresco más famoso de la historia, el de Miguel Ángel (porque, pese a que en la Sixtina hay obras de varios artistas, en él se piensa cuando se la evoca): este último fue hecho básicamente por un hombre solo y durante un lapso mínimo de cuatro años, mientras que el primero se desparrama a lo largo de un vasto territorio durante varios milenios, superponiendo el trabajo de cientos, quizá miles, de realizadores. Sí, la sensación que provocan es parecida, la de estar frente a una obra titánica, aunque definir como obras estas pinturas ya es todo un riesgo, naturalmente.

Como de todo el arte llamado “primitivo”, se desconoce, fundamentalmente, la función que tenía, aunque la más acreditada (pero cuestionable) es la de servir para funciones rituales. En nuestro caso hablamos de miles de figuras animales, vegetales, humanas y abstractas. Estas ancestrales manifestaciones fueron pintadas sobre partes de rocas lisas, con pigmentos minerales y orgánicos, sobre todo el ocre y el negro, combinación muy típica del arte de las cuevas, tanto en las que son más antiguas, por ejemplo las célebres Lascaux y Altamira, como en las más recientes, entre otras, las de Santa Cruz, en Argentina: como en todos estos casos, se puede especular sobre si eran una especie de “registro” de la vida y el entorno o si tenían funciones litúrgicas patentes, pero lo cierto es que no se trata de un simple afán “acumulativo”: el universo de seres y motivos pintados que crearon, siglo tras siglo, es evidentemente algo complejo y la única fuente directa de comunicación simbólica (bien diferente de los prácticos utensilios o armas) que poseemos de un pasado tan remoto.

En las piedras colombianas, en magníficas siluetas, se despliegan en miles de declinaciones y a veces a alturas vertiginosas –a las que sólo los drones tienen acceso– plantas de todo tipo y un infinito bestiario: camélidos, equinos, ungulados y hasta megafauna, como el perezoso gigante y el mastodonte, que ayudan a fecharlas. Tomará décadas un registro completo y un desarrollo interpretativo digno de tal nombre. Por ahora asombra cómo aquí también aparece, repetida en series, aquella impronta de la mano que se halla básicamente en toda la pintura parietal prehistórica, independientemente del lugar.

Dos manos, como se supo hace unos días, acompañan a un cerdo en Leang Tedongnge, Indonesia, la pintura más antigua, con sus 45.500 años, entre las fechadas con certeza, y otra mano, en Maltravieso, España, podría ser la imagen figurativa más remota que se conserva, con 64.000 años, aunque no todos los científicos estén de acuerdo sobre la datación que confirmaría capacidades “simbólicas” de los Neandertales. ¿Firma? ¿Glorificación del medio que crea? ¿Puente con dimensiones metafísicas? ¿Motivo fácil? Imposible entenderlo, pero también imposible no conmoverse frente a ella, que tal vez dio comienzo a toda “representación”.