Con el mundo todavía en suspenso, el público de Santiago a Mil asiste, este año, a un híbrido entre lo presencial y las pantallas. Esta crónica recorre, durante una semana, el gran festival chileno desde las calles de Montevideo.

Una mujer que se hace coser un perro vivo en el vientre para luego poder darlo a luz por cesárea. El inusual teatro ecuestre francés. El imposible virtuosismo corporal de un elenco canadiense en el intento de danzar lo irreparable. Son algunos de los espectáculos que se pudieron ver en el primer tramo del que probablemente sea el principal encuentro internacional de artes escénicas de esta parte del planeta. Y todavía falta la mitad.

Mucho se ha escrito sobre cómo las medidas para contener el coronavirus quitan en atmósfera lo que otorgan en acceso. Esto es aún más extremo cuando se trata de un festival. El acto de forzar el tiempo para que un conjunto de muy buenas obras quepa en una o dos semanas se vuelve parte de la experiencia. Hay que estar ahí para que eso ocurra.

¿Cómo hacer, entonces, para reproducir el rito desde el otro lado del mapa? ¿Cómo sintonizar con el festival de una manera que vaya más allá de simplemente ver los espectáculos en la plataforma virtual? Es cierto que hay un abono que se puede comprar por internet y que da acceso a buena parte del contenido en Teatroamil.tv (otra parte está disponible sólo para Chile), pero ¿qué sucede con el resto de la inmersión?

Aquello que los habitués hacen todos los años y que pasa por conseguir un techo cerca de la zona de los teatros, repetir los mismos paseos camino de las salas, frecuentar cierto café y determinada heladería, husmear en las mesas desordenadas de tal librería de viejo. Y tratar, a la vez, de no dejar de lado la realidad social y política de la ciudad que se está visitando, con esa situación fronteriza de quien no es habitante, pero tampoco turista.

Lunes 4: Calacas. Si Santiago de Chile estuviese aquí, apenas cruzando la plaza Independencia, habría que esperar las funciones nocturnas recorriendo la costa y aprovechando la rareza de una capital con playa. El mandato de velocidad que implica hacerlo en la semana que usualmente reservo para el festival me hace olvidar que la exposición al sol tiene que ser progresiva. Sin sombrilla, quedo a merced de la radiación del mediodía. Tres horas más tarde ya se pueden ver las consecuencias. Mis empeines parecen dos almohadillas de tinta color frambuesa en espera de alguna oficinista en malla de baño que me estampe en la frente el sello de trámite iniciado. Es el verano que comienza. Es un nuevo regreso al festival que intento no perderme ningún año.

Nadie va a llorar por mujeres como nosotras, de Carla Zúñiga.

Nadie va a llorar por mujeres como nosotras, de Carla Zúñiga.

Foto: Difusión

Por la noche la piel arderá como si hubiera montado en pelo esos caballos de Calacas (2011), la obra que interpreta la compañía Teatro Ecuestre Zíngaro del francés Clément Marty, conocido artísticamente como Bartabas. Es difícil llamarle teatro. Esas estampas que se inspiran en los grabados de Guadalupe Posada, sobre el Día de Muertos mexicano, parecen una forma sofisticada de lo circense. Obviamente, no se puede decir que haya “actuación” de parte de los equinos, sino un intenso entrenamiento. Intenso y pasible de preguntas incómodas, como todo entrenamiento de animales para el solaz humano. La habilidad de contorsionista de alguno de los integrantes del elenco crea la ilusión de que, en efecto, estamos ante esqueletos. Pero no se llega más allá del asombro por el artificio.

Martes 5: Gólgota. Esta vez, sí. El teatro ecuestre de Bartabas justifica su fama. La obra pone el acento en la pasión de Cristo y para hacerlo fusiona su inclasificable estilo centáurico con la música renacentista en vivo y con el flamenco del bailaor Andrés Marín. En Gólgota (2013) esos lenguajes tan diferentes logran compaginarse para generar un clima en el que no importa tanto la historia como las sensaciones que despierta. Ninguna de las dos obras de Bartabas puede verse desde Montevideo, pero ciertas prestidigitaciones pueden llegar a permitir que, estando físicamente acá, se esté, digitalmente, allá.

Como llamando a esa paradoja nocturna, por la mañana, en la playa, se había escuchado un sonido extraño por detrás de las olas del Río de la Plata. Un hombre entrado en años golpeaba sobre un balde de plástico. Extendió su brazo derecho al cielo y dejó plegado el izquierdo, como si estuviera tensando un arco imaginario. Sostuvo luego una campana, a la que golpeó con un gong, haciendo un movimiento combado y ceremonioso. Repitió el rito cuatro veces, una en dirección de cada uno de los puntos cardinales. Al completar su ensalmo, volvió al tam tam.

Calacas. Foto: Agathe Poupeney

Calacas. Foto: Agathe Poupeney

Miércoles 6: Abramovic. No importa el lugar desde donde se esté asistiendo al festival. El Día de Reyes trajo en sus alforjas al hombre búfalo. Un grupo de seguidores del presidente saliente Donald Trump tomó por asalto el Capitolio de Estados Unidos para impedir que el parlamento sellara la victoria del demócrata Joe Biden. Las imágenes tenían mucho de performático porque, en el fondo, ese fue el límite del ataque en sí mismo. Más allá de que en las mentes esclerosadas de la turba neofascista pudiera titilar el neón de torcer el desenlace de las elecciones perdidas, lo único que podían hacer los atacantes fue lo que hicieron: aprovechar la suave y esponjosa connivencia de las fuerzas policiales para pasearse por los pasillos del palacio orinando en las papeleras de los senadores demócratas. El límite real de su victoria, ese día, no pasaba de una selfie de gamberro. Pero performáticamente eran potentes en significado. Ahí estaban el hombre con un sombrero con cuernos de búfalo, los émulos de los Village People, y el barbado motoquero con una camiseta quejosa por la escasa productividad de los campos de exterminio. Por debajo del friso, el pie de página zumbando en el tubolux: “Houston, tenemos un problema”. Grande. Y por mucho tiempo.

Por eso, ese era el día para recorrer la nutrida programación –disponible también fuera de Chile– de las acciones performáticas de la serbia Marina Abramovic. A las 20.30 hubo un zoom con la artista que no aportó demasiado. Todo lo que pueda explicarse resulta accesorio al lado de la potencia expresiva de El arte debe ser bello, la artista debe ser bella (1975) o La cebolla (1996). Es verdad –puede aceptarse– que los primeros segundos de Desnudo con esqueleto (2005) alcanzan para plantear la idea de la muerte que nos habita en vida. Pero también es verdad que el impacto crece con la respiración haciendo subir y bajar los huesos que se le han puesto encima, como un oleaje que mece un barco abandonado, en una cadencia que por momentos se antoja preorgásmica. El punto culminante de la presencia de la obra de Abramovic en esta edición de Santiago a Mil es Los amantes: una caminata por la muralla china (1988). La serbia y su compañero en la vida y en el arte, el alemán Ulay (fallecido el año pasado), decidieron poner fin a su relación con un último trabajo conjunto. Cada uno comenzaría a caminar desde dos puntos de la Gran Muralla china para cruzarse en la mitad y seguir cada cual su propio camino. ¿Agrega algo ver los 64 minutos de video? Ya el comienzo, con ese venerable calígrafo pintando ideogramas encima de la cámara, espanta la herejía de la pregunta. Vale cada segundo.

Jueves 7: Blancanieves. Es un riesgo. Todo regreso a un cuento de hadas juega tan sobre seguro en imantar la atención inicial del espectador que está siempre a un paso del abismo. La danza, sin embargo, es un lenguaje que merece una carta de crédito en este despropósito. El nombre de Angelin Preljocaj, coreógrafo francés de origen albanés, le brinda base sólida a la apuesta. Los cinéfilos memoriosos quizá recuerden la película Polina (disponible en Qubit, como consuelo para quien no pueda sintonizar el ballet, que requiere ingresar desde Chile), que Preljocaj codirige con Valérie Müller. Polina es una bailarina rusa que lucha para hacerse un lugar en el Bolshoi sólo para abandonar esa posibilidad apenas es aceptada, y volcar su rumbo hacia un viaje de iniciación y autodescubrimiento en la danza contemporánea. El disparador es una función de esta Blancanieves en Moscú, de la que se muestra un breve fragmento.

Blancanieves. Foto: JC Carbonne

Blancanieves. Foto: JC Carbonne

La obra, que en Santiago a Mil puede verse completa, sortea todos los riesgos. Con momentos inolvidables como la violenta imposición de la manzana envenenada o el pas de deux de la resurrección. Pero también con resoluciones visuales –de vestuario, luces, escenografía– que forman parte integral de lo coreográfico. ¿Es que podía plantearse mejor la aparición de los enanos del cuento que así como se hizo, con los mineros alpinistas bajando por cuerdas desde los riscos que bordean el estanque del encantamiento?

Viernes 8: Carmen y Elektra. Quien haya ido a Santiago a Mil habrá pasado por la heladería Emporio La Rosa. Ubicada en Lastarria, a pocos metros del Centro Gabriela Mistral, sancto sanctorum del festival, seduce con sabores de sonoridad evocadora, como lúcuma, o miel de ulmo. Encontrar el equivalente más obvio en Montevideo sería recalar en algún local ubicado a la entrada de la playa Pocitos al regreso de los baños de mar. Un auxilio posible contra la obviedad es utilizar el mapa de heladerías artesanales y ensayar otros caminos. Partir, por ejemplo, de la heladería García de la avenida Millán, tradicional reducto del Prado de más de medio siglo de existencia, y dirigir los pasos hacia los desbordantes cucuruchos que se sirven auxiliados por bandejas de plástico en la Nueva Roma, de la calle Vilardebó. O más lejos todavía: ir hasta La Teja para encontrar a La Gioconda.

Es bueno caminar bastante. Se deberá compensar la larga inmovilidad frente a dos de las óperas disponibles en la programación de este año, ambas al alcance de quien quiera verlas desde Montevideo. Si se comienza por Carmen (1875), de Georges Bizet, la primera sensación es de desconcierto. Dmitri Tcherniakov la pone en escena como si fuese un juego de psicodrama. Los cantantes no están encarnando a sus personajes sino a un grupo de personas que tienen algunos problemas que resolver (ansiedad, pereza, celos) y que, para hacerlo, toman parte en un programa en el que encarnan personajes de una ópera. El juego está bien logrado y la factura musical es impecable, pero quizá el tono lúdico afecta la compenetración con la tragedia original.

Muy distinto es el caso de Elektra (1909), la celebrada ópera de Richard Strauss. Aquí no hay juego, sino tragedia desde los primeros acordes. La puesta es del fallecido Patrice Chéreau, recordado en el cine por obras como La reina Margot, de 1994, con una excepcional Isabelle Adjani, y con una larga carrera en la ópera. Pero el sostén principal es la protagonista, la soprano Evelyn Herlitzius. Compone una Electra desquiciada que actúa tan bien como canta. La propuesta del libretista Hugo von Hofmannsthal abreva del protopsicoanálisis, y la escenografía “a lo Chirico” que hace Richard Peduzzi para esta versión colabora mucho en apuntalar esa desmesura. Uno de los imperdibles de la grilla.

Elektra, de Richard Strauss. Foto: difusión

Elektra, de Richard Strauss. Foto: difusión

Sábado 9: Alice & Laurie. La buena experiencia lograda con Blancanieves justificó estar junto al monitor a la inusual hora de las 13.30 para asistir a una función en directo de Alicia a través del espejo. La historia de Lewis Carroll viene con dramaturgia de Fabrice Melquiot y dirección de Émmanuel Demarcy-Mota. Produjo reacciones encontradas. Por una parte, el juego visual resultó deslumbrante y la actuación de la Alicia protagonista, más que convincente. A la vez, la obra es una obra para “nuevos públicos”, y en ese sentido el híbrido cruza la deriva de Alicia por un tablero de ajedrez con personajes de El Mago de Oz y con una adolescente urbana que se siente atraída por las chicas. Demasiado pastiche adolescente para ese momento del día.

La compensación llega horas después, con Corazón de perro, de Laurie Anderson. No hay mejor manera de recuperarse. Esta joya de cámara es intensa, poética e inquietante a la vez. Dígase apenas que inicia con el momento en que el avatar de Anderson en el mundo de los sueños da a luz una pequeña perra. Para lograrlo, había pedido que los cirujanos primero le introdujeran en el vientre a una crecida rat-terrier (que mucho se debatió en la contienda) para luego practicarle la cesárea. Y se trata sólo del comienzo. Eso sí que es un cuento de hadas.

Domingo 10: Betroffenheit. Aunque el festival continúa, es el último día antes de emprender el regreso a la rutina. Por eso la mañana está dedicada a despedirse de la ciudad a la que se ha trasplantado la cordillera. Despedirse mediante el otro gran reclamo turístico de esta penillanura: la feria de Tristán Narvaja. Con particular atención a las librerías de viejo. Es posible trazar algún paralelismo con las del barrio Lastarria que se suele visitar en Santiago de Chile. Algunas tienen el desorden místico de Cid Campeador, otras la selección cuidada de títulos de la librería Alejandría. En cada una encuentro algo de interés y por un momento me alegra no tener que pensar en el exceso de equipaje. En Babilonia están vendiendo algunos ejemplares que pertenecieron al poeta Manuel Márquez, que murió en 2000. Compro dos títulos dedicados (por los también poetas Roberto Genta y Saúl Ibargoyen Islas) y un raro número 1 de la revista Aquí poesía. La pérdida. Restos de la existencia de un poeta que se van disgregando con la disgregación de su biblioteca.

Betroffenheit. Foto: difusión

Betroffenheit. Foto: difusión

De la pérdida habla la obra con la que cierro mi recorrida por la programación del festival. No pudo haber mejor elección. Betroffenheit (2015) quiere decir, en alemán, “conmoción”. Esa que ocurre inmediatamente después de un accidente. Mezcla de danza y teatro, creada por Crystal Pite y Jonathon Young, está llevada adelante por el elenco canadiense Kidd Pivot. Sus movimientos imposibles dan vida a una historia sobre el dolor y la culpa de haber sobrevivido. Claustrofóbica, apocalíptica, estremecedora. Se sale de esa hora y cuarenta de emisión buscando otras producciones de la misma compañía. Eso es lo que logra un gran festival. El encuentro con autores excepcionales (y directoras, y cantantes, y coreógrafos). Nombres que antes no decían nada pasan a ser obsesiones que perseguir el resto del año. La quemadura seguirá ardiendo.

Lo que falta

Santiago a Mil se extiende el resto del mes. Además de las obras reseñadas, y que en general “siguen en cartel”, hay otras opciones por estrenarse. Para algunas hay que correr (como es el caso de la prometedora Bajazet, 2020, del suizo Frank Castorf, que sólo es posible ver hoy, viernes 15, sin limitación de horario), aunque la mayoría tiene un rango de fechas más amplio, como es el caso de Revisor (2019), a cargo del mismo equipo de la genial Betroffenheit, disponible los días 16, 18, 23 y 25 de enero (ver toda la programación en Teatroamil.tv). Quienes estén realmente en Santiago de Chile pueden asistir a dos propuestas uruguayas: Ciudad invisible, de la compañía Lado B (20 al 22), y Esculpir el silencio, de Tamara Cubas (15, 21 y 22).

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