No siempre fue tuerto. Mucho antes de que una flecha lo dejara ciego del ojo izquierdo, Nippur de Lagash había amontonado cicatrices en todo el cuerpo y arrastrado en sus sandalias polvo y arena de casi todo el cercano oriente. Como cualquiera, entré en su historia por un costado, en algún episodio suelto que ya no recuerdo, y fue mi favorito porque los mutantes de Mark me daban asco y casi todo lo que le pasaba a Dago ya lo había leído en El capitán Tormenta. No es que no me gustaran otros. Gilgamesh era bueno pero escaso, a Or-Grund le faltaba un poco de drama y el Cosaco tenía la desventaja de los dibujos de Casalla. Nippur, en cambio, no defraudaba nunca, ni siquiera cuando venía dibujado por Lucho Olivera, que no me gustaba tanto aunque hubiera sido él, y no los Villagrán ni Mulko, el que trazó las primeras líneas del personaje pergeñado junto a Robin Wood en alguna delirante conversación sobre historia y mitología sumerias.
Nippur de Lagash nació el día que abandonó su ciudad, luego de que el abombado rey Urukagina, engañado por un sórdido consejero, se dejara invadir por Lugga I Zagizi. No es un planteo original, porque es clásico. Las aventuras heroicas no son muy complejas, y menos si hay que liquidarlas en cuatro o cinco páginas. El héroe está en reposo hasta que algo lo obliga a moverse. Entonces se sacude como loco y varios muertos después mira hacia adelante, los ojos por encima del desparramo que lo rodea, y espera. Sabe que no es de héroes estarse quietos, así que más tarde o más temprano volverá a sacudirse.
En las aventuras cortas, como las que publicaba la editorial Columba, el esquema era más o menos siempre el mismo y se correspondía con el esquema de introducción-nudo-desenlace de cualquier relato tradicional. Si le agregamos a eso que buena parte de los cuadros se dedicaban a ilustraciones sin texto en las que veíamos cómo las espadas describían círculos y los cuerpos se lanzaban unos contra otros, era de cajón preguntarse por qué los guiones de Robin Wood eran superiores. En una historieta, la descripción corre por cuenta, mayoritariamente, del dibujo. El guionista no necesita contarnos el desierto o la pradera, porque el ilustrador la expone para nosotros. Pero el texto de Robin Wood la hacía vivir. La despegaba del papel amarillento con recursos sinestésicos que se imponían sobre la imagen. El olor, por ejemplo. En las historias del Errante había olor a cuero y a bosta de caballo y a sudor de hombres lastimados, y podíamos sentir la incomodidad del roce de los escudos sucios de arena y la molestia del metal calentado al sol. Oíamos el agua cuando la quilla la iba abriendo, y podíamos escuchar los ruidos del cordaje y las maderas por debajo del tambor que dirigía a los remeros.
Robin Wood nos sumergía en la experiencia de la aventura con una increíble economía de palabras, apelando a la memoria que ya teníamos del dolor, del cansancio, del esfuerzo. Pero también nos ponía en la piel del personaje, porque aunque todos los héroes siguen más o menos una misma trayectoria, hay entre ellos matices de carácter, de temperamento. Así, Jackaroe compartía con él la inclinación solitaria y el imán para los problemas, pero tenía un costado sarcástico, sobrador, que estaba ausente en el hombre de Lagash. Savarese podía ser también incorruptible, pero era dado a la nostalgia y se dejaba dominar por el romanticismo. Nippur, en cambio, era serio. No amargo, ni melancólico, ni violento. No era un apasionado (Dago sí) ni un entusiasta. No tenía, como Dax, el de los ojos blancos, conexión telepática con una misteriosa señorita hundida en el coma profundo en algún distante palacio europeo. No era inmortal. La seriedad de Nippur, su vaga pero recia lealtad con algunos reyes y con unos pocos amigos lo distinguían de cualquier otro forzudo o ingenioso caminante de los tiempos heroicos.
Ahora se murió Robin Wood y con él se termina la era dorada de los guerreros solitarios que desprecian la guerra aunque sepan ganarla. Otros imaginarán para el tuerto de Lagash nuevos recorridos y nuevos enemigos, lo acompañarán mientras envejece y escribirán las aventuras de sus hijos (porque los personajes de historieta están hechos para producir más allá de la muerte o la jubilación de sus creadores), pero habrá que ver si esos viajes pueden ubicar al lector en la temperatura, en la luz exacta, en el color del aire a la hora en que aúllan los coyotes y el olor de un ejército enemigo empieza a llegar desde más allá de las montañas.