Manuel Espínola Gómez o MEG (como firmaba y como sintetizaré aquí) o Manolo o el Peludo o el Maestro Espínola (así en el recuerdo familiar de Emma Sanguinetti) –¿cómo no superponer esta refracción onomástica a su ya proverbial multifacetismo estético y productivo?– es sin duda uno de los artistas sobre los que más se ha escrito aquí (piénsese sólo en las 33 intervenciones de intelectuales que aparecen en la monografía de Jorge Abbondanza de 1991): un coro de voces amplio que, desde la asonancia o, en pocas ocasiones, disonancias, ha trazado los contornos de una figura gigantesca e ineludible para el arte local y raras veces ha podido (o querido) separar lo biográfico de lo artístico, lo anecdótico de lo substancial. Es significativo que Oscar Larroca, curador de esta enorme El mirador cavante: Manuel Espínola Gómez (1921-2003), arranque un texto escrito para la muestra hablando de “transgresor, demiurgo, desconfiado y locuaz, tierno y agresivo, bohemio impenitente, un paisano huraño, un iconoclasta extravagante, un universalista celoso de su intimidad, un humanista cautivador a pesar de su autoritarismo...”, subrayando una vez más la indisolubilidad entre sus explosivos rasgos temperamentales y su producción artística.
Es difícil pensar, por otra parte, en un curador más atento e informado que Larroca, a su vez artista, para desplegar el aparentemente indesplegable corpus de obras de MEG, hecho de eclecticismo extremo y, parecería, extrema coherencia: no sólo Larroca lo frecuentó largamente y fue amigo del artista, sino que hace años que reflexiona sobre su legado (antes de esta muestra y, en este sentido, el punto culminante fue su libro de 2007 La suspensión del tiempo. Acercamiento a la filosofía de Manuel Espínola Gómez). Y, de hecho, es más difícil aún pensar en una muestra más completa (casi 200 piezas, entre obras y documentación, desparramadas en todo el piso alto del museo) y detallada (muchas obras tienen largas e instruidas explicaciones): definitivamente se sale del MNAV con un repertorio visual completo y satisfactorio de este artista, algo que tal vez permite decolorar por un tiempo el halo mítico de su persona para tener más claro lo producido en sí. La segmentación del material también es acertada: básicamente la sala grande se concentra en la pintura, el anillo en la obra sobre papel y el “subanillo” en su labor gráfica, todo aglomerado por series, grosso modo cronológicamente.
Resumiendo lo que decenas de ilustres predecesores han elaborado finamente, y luego de tal banquete visual, se puede confirmar que su campo siempre ha sido el pictórico en sentido amplio –ninguna tentación plenamente escultórica con la excepción de los divertidos juguetes ideados junto a Josefina Bentos, y menos aún “conceptual”, rubro al que era supuestamente alérgico– y que dentro de este campo MEG no hizo faltar nada. Desde sus comienzos terrosamente posposimpresionistas (el más antiguo de todos, no acabado, Circo al mediodía, de 1938, tiene casi un aire parisiense fin de siècle, pero con pequeñas agresiones a la pintura ya de postura definitivamente posbélica) a sus luminosas telas “polifocalistas”, pasando por abstracciones en blanco y negro y logos de partidos políticos, atravesó todo lo que tenía que ver con construir imágenes.
Esta heterogeneidad intrínseca, que hace que en pintura pase de los abstractos y secos laberintos de El ventilador y el diablo (1957) a la figuración de abultadísima y expresivísima matericidad, como en el excepcional y célebre Variaciones sobre el gordo Améndola (1961), y que como dibujante salte de los imponentes y envolventes megarretratos conscientemente “incompletos” –con sus interrupciones casi “psicoanalíticas”– a los retratitos paraacadémicos, pero enmarcados en telas con patrones de colores que casi los devoran, se explica por una inquietud constante por lo que es percepción óptica y todo lo que, especulativa y vivencialmente, esta significa. Volviendo un segundo a los retratos: oscilan astutos entre la deformación y el cariño, la caricatura y el realismo, la exaltación y la crueldad, iluminados por zonas de colores puntuales y afiladas. Sin duda, de los mejores de la retratística uruguaya in toto.
Un arte en persistente búsqueda, entonces, regido por algunos puntos fijos, desarrollados en una vasta reflexión sobre el hecho artístico y no sólo (quizá con Torres, Figari y Guillermo Fernández sea el artista uruguayo del siglo pasado con más teorización alrededor de su práctica): un naturalismo desligado de la pequeñez del “relato”, una “continuidad sin interrupciones” de las formas, la reelaboración visual incesante, y sin límites de estilos, de lo que nos rodea, la perpetua reevaluación de lo hecho sin descansar en juicios heredados. La serie que, programáticamente, más evidencia dichos postulados es la de los cuadros “polifocales”, que, entrando en la sala grande, efectivamente capturan de inmediato la atención. Allí MEG desarrolló este “invento”: pintadas en un estilo parapuntillista, pero con pinceladas a “percusión”, con el empleo de una luz diáfana, con marcos que simulan, gracias a sus formas octagonales oblongas, el contorno del ojo, y a la muda exaltación de diferentes nudos focales que subrepticiamente guían la visión del espectador, los ocho cuadros –por primera vez expuestos juntos– logran crear la atmósfera atemporal y suspensiva deseada por MEG: las escenas se podrían definir como de un surrealismo blando, un poco retraído quizá, y de corte casi historietista.
Empero, en cuanto a mera potencia sensorial –pariente de las vibraciones de cuadros como Siglos aromáticos o Adherencias, de 1961– quizá el premio se lo lleve la reconstrucción de una escenografía pensada para un Galileo Galilei, de Bertolt Brecht, de 1983 (nunca realizada por desacuerdos con el director y autor de la adaptación, Héctor Manuel Vidal): una serie rítmica de verdaderos paraguas negros (representantes figurados de la Inquisición) –abiertos, la mayoría, y cerrados, un diminuto número– que ocupan las paredes de un virtual “escenario” semicircular: el efecto cromático y volumétrico es asombroso. Aquí, paradójicamente, funciona como una enérgica instalación, probablemente un género no muy amado por el artista, aunque no se puede olvidar su apego a las intervenciones “modificadoras” del espacio público, siempre impactantes y controvertidas: sobre todo el mural del Gasómetro y el complejo decorativo –un abultado déco paracienciaficcional en madera– del Palacio Estévez.
Hablando de controversias, unos minutos frente a Sifón son obligatorios: aquel inodoro casi orgánico y amenazante “raspado” sobre el lienzo que justamente escandalizó al público del Salón Nacional de 1954 tiene, como siempre se remarca, pocos precedentes, y más allá del urinario de Duchamp, que todos citan, me hace acordar a dos obras que el artista no pudo conocer mientras lo pintaba: un dibujo tensísimo de la extraordinaria baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven de 30 años antes, pero publicado sólo recientemente, y el óleo Tres figuras en una habitación, terminado por Francis Bacon una década después que el de MEG. Muchas de las obras aquí reunidas, por otra parte, con la segura excepción de los “bolígrafos” –que el artista justamente tildaba de “divertimentos” y que eso sólo parecen ser–, logran suscitar cuestionamientos: ejemplar y notoria es en este sentido la araña de Arena asombrada (Parábola silvestre), que sería, con su acción destructora de caracoles, metáfora de la dictadura y sus estragos y que fue pintada, justamente, en 1977.
La parte gráfica también alberga, junto a imágenes contundentes que tenemos bien impresas en nuestras mentes (sobre todo el logo del Frente Amplio y el isotipo de la CNT, multiplicados millones de veces en banderas, afiches, papeletas) algunas gratas sorpresas: las brillantes tapas de una colección de obras de Quiroga, el afiche de un 1º de mayo de la misma CNT con su marcha en rotación perpetua y los bocetos para un juego de cartas de 1950, de sabor un poco picassiano. Sobre todo, también su diseño gráfico –reconocible y de corte “frío”: letras de palos secos y fuerte contrastes– refleja la elasticidad de MEG a la hora de abordar imágenes y conceptos, siempre bajo la égida de la inventiva (cuyo punto más alto son quizá los dibujos de Escalerarpa y Escalerabismo, de 1986, con sus simpáticos título palabra-valijas) y la racionalidad retiniana (en este sentido fue un artista antiduchampiano, por cierto, aunque seguro le habrán gustado los Rotoreliefs del francés), todo salpicado de tensiones metafísicas (no siempre resueltas, eso sí).
Así, un buen epitafio para la nota, la muestra y su arte todavía vivo me parecen entonces estos versos suyos –porque MEG fue también, marginalmente, poeta–: “[...] ESTAS pupilas infrenables –inevitables–, son circuidas y resplandecidas hasta el fondo / por la distansilente explosión solar... / aun/ auúnnn...”.
El mirador cavante: Manuel Espínola Gómez (1921-2003). Curador: Oscar Larroca. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283 esq. Julio Herrera y Reissig). Hasta el 14 de noviembre.