Solo a bordo se llama el espectáculo que Walter Bordoni brindará el sábado 6 de noviembre desde las 21.00 en Sala Camacuá, a 30 años de la salida de su disco debut, El gol de la valija y otros cuentos (1991) –con entradas por RedTickets y 2x1 para suscriptores de la diaria–. El músico subirá a escena acompañado sólo con piano o guitarra acústica para repasar varias canciones de sus tres décadas de carrera discográfica, e incluso aprovechará para tocar algunas que hace tiempo que no interpreta, de esas que “van quedando medio ocultas detrás de otras que de pronto tuvieron más resonancia”, dice.

Por supuesto, no faltarán varias de las canciones de su último disco, Bajo la misma ciudad, editado por el sello Bizarro a fines de 2020. Entre otras cosas, el álbum trajo como novedad que tres de sus canciones fueron compuestas junto con el músico brasileño Bebeto Alves, con el que Bordoni sintió empatía artística porque viene del palo del rock y la fusión con la milonga.

Dos teclados, dos guitarras y una computadora con buenos parlantes son parte de la artillería que el músico tiene en su cuarto-guarida dentro de su apartamento, en un quinto piso de un edificio que descansa frente a la rambla, en Barrio Sur. Allí, ante la atenta mirada de una foto de Eduardo Darnauchans que cuelga de la pared, Bordoni conversó con la diaria.

Siempre fuiste de reflejar el zeitgeist en tus canciones, pero me parece que en Bajo la misma ciudad lo hacés más que en los discos anteriores. ¿Cómo se dio el impulso a la hora de escribir las letras?

Normalmente, cuando armo un disco tengo tres o cuatro canciones que ya están hechas y que son las que marcan el tono; las otras las escribo después, ya pensando en la totalidad del disco. Las dos canciones que escribí con Bebeto Alves las hicimos en 2017 y 2018, y una de ellas, la que da título al disco, “Bajo la misma ciudad”, fue la que marcó el tono. Entonces, empecé a pensar en ciudades y salió “La ciudad de las caras largas” y “La leyenda del muro invisible”, por ejemplo. El disco salió en plena pandemia, pero la última canción que escribí, “Opio para todos”, la hice en noviembre de 2019; sin embargo, hay una cantidad de cosas que parecen hablar de la pandemia. Le pasó a otra gente también. Se ve que algo había en el aire.

Algunas de las letras son bastante pesimistas. En “Bajo la misma ciudad” cantás: “No quedan amigos fuera de la red, / la utopía es tan sólo un descascarado / grafiti en la pared”.

Sí, me agarró en un momento pesimista. Este disco es un poquito más oscuro que el anterior, El hogar de los distintos [2017] y musicalmente es más reposado. A Bebeto no le gustó esa frase. En la versión que grabó él la cambió y le puso “sólo seremos un descascarado grafiti en la pared”. No quería poner la palabra “utopía”, me dijo que en Brasil prefería no usarla, suavizar un poco esa frase. Pero yo la puse, porque tengo un desencanto y un enojo con mucha parte de la política. Nunca fui un gran militante orgánico ni nada, pero fui militante sindical. Sigo siendo un tipo de izquierda, pero soy de esos que los politólogos llaman “frentista enojado” o “desencantado”, por eso quise poner esa frase, porque es lo que siento.

¿A qué te referís?

No es que diga “hay que hacer la revolución”, yo sé que eso está lejanísimo y sí es una utopía. Pero hasta cosas más terrenales y cercanas, como las cuestiones de la ética, creo que también se quedaron en un grafiti y que se justificaron muchas cosas que en otro momento jamás hubiéramos justificado. Pero ahora, como fue un compañero, parece que “y bueno, ta, todos hacen lo mismo”. Hay cosas que me cuesta tragar.

En este disco también están muy presentes las referencias a los cambios tecnológicos, algo que está a lo largo de toda tu obra; recuerdo la canción “Barrio virtual”, del disco homónimo de 2002, en la que decías: “entre el Súper Nintendo y la rayuela”. ¿Ves una contradicción en esos cambios? ¿No corrés el riesgo de quedar como un nostalgioso?

Soy un hombre de mi tiempo y no me rehúso a nada. A medida que pasan los años, espero no convertirme en un viejo de mierda. Por ejemplo, yo soy muy fanático del cine y miro en la computadora, Netflix y todo, pero desde el punto de vista artístico y de mi experiencia como espectador, no hay nada como ver una película en el cine. No es estar contra la tecnología sino simplemente tratar de rescatar la esencia de las cosas; y a veces, evidentemente, hay cuestiones de las tecnologías actuales que conspiran contra la esencia, por ejemplo, para tomarse una hora más para escuchar o ver una cosa. Quizás en el terreno donde menos ha influido sea la literatura, porque se vaticinó que los libros también iban a desaparecer, pero vienen sobreviviendo bien. Hay una eterna contradicción. También a veces me gusta pelear un poco contra las verdades que parecen absolutas. Yo hago radio y dicen “ya nadie escucha radio”; es una discusión que tenemos en la radio pública, porque hay un portal y no les parece subir los programas enteros, porque “ya nadie escucha un programa entero”, y para mí eso es mentira. Siempre discuto mucho cuando dicen “porque la gente tal cosa”... “La gente” no existe. Por suerte, hay miles de gentes distintas. Hay gente que escucha reguetón, hay gente que escucha rock progresivo y hay gente que no escucha nada.

Tenés una foto de Darnauchans colgada en la pared. Vos supiste ir a un curso de composición con él. ¿Cómo era en el rol de docente?

No fue un curso muy largo, duró unos cuatro meses. Te daba algunas cuestiones prácticas de técnica. El título del curso era “musicalización de textos y letrificación de melodías”. Entonces, explicaba las dos maneras de proceder. Porque en general se conoce más musicalizar poemas, pero la parte más interesante, y es lo que yo aprendí más y practico más, es la inversa: que alguien te dé una melodía y arriba de eso escribas una letra. Además de pasar piques de métricas, hablaba mucho de la historia de los trovadores del siglo XII. Curiosamente, quizás mucha gente no lo sepa ni lo intuya, Darnauchans valoraba mucho a [Eduardo] Mateo y ponía ejemplos de él como letrista. Hablando de buscar la palabra justa, mencionaba que Mateo hizo una canción llamada “Uh, qué macana”, y la palabra “macana” es la que hay que usar para esa canción. Me acuerdo de que me dijo –y es tal cual lo que ocurrió–: “Mirá, vos nunca vas a ser Jaime Roos, nunca vas a escribir ‘Brindis por Pierrot’, pero vas a escribir algunas canciones que a algunas personas les van a interesar, y yo voy a estar dentro de esa gente”. A partir de ahí se desarrolló una relación que duró 20 años, de 1987 hasta que falleció, en 2007. Fue creciendo, él me permitió pasar de ser fan a un par.

“Opio para todos” es una canción central en el disco, la más larga, ahí también está la idea de las utopías que se perdieron. Me parece interesante que la música, sobre todo en la coda, tiene aires religiosos.

Sí, es un mantra. La música surgió de la manera más tonta que hay: buscando una afinación alternativa para la guitarra. Tomé una afinación que usa David Crosby, pero a su vez cambié una cuerda. Empecé a pavear y salió. Por eso la música tiene esa cosa medio oriental –no de Uruguay–. Hubo una primera letra que era bastante más directa y más dura, que tenía más que ver con cuestiones políticas domésticas. Pero en un momento sentí que era una letra en la que yo señalaba con el dedo a los demás: “Todos ustedes son unos traidores”, y después me dije: “¿Y vos qué hiciste?”. Entonces, escribí otra letra. Algunas cosas quedaron, pero se tornó un poquito más universal y me metí, porque también soy parte de este gran cambalache en el que vivimos y tengo mis contradicciones.

La canción “Como un Gómez cualquiera” está basada en un hecho real.

Sí, esa es una historia que me persigue desde que soy muy chico. Fue la primera muerte que se recuerda en una cancha del fútbol profesional. Fue en 1957, en un partido entre Sud América y Progreso. El muerto era el hermano de la almacenera del barrio de mi abuela, que es donde hoy todavía vive mi madre, cerca de Millán y Raffo. Desde chico sentía esa historia: “Pobre Gómez, lo mataron a patadas en una cancha de fútbol”. La historia me quedó rondando en la cabeza y pensaba que en algún momento iba a escribir algo. Hablando de que a veces estoy desencantado con el hoy o pesimista, esta es la contracara, porque se dice “¡ay, la violencia que hay ahora en el fútbol!”, y esto fue en la década del 50, no en los 70 ni con la pasta base.

En este cuarto en el que estamos ahora es donde escribís canciones, con tremenda vista hacia la rambla. ¿Cómo te da para escribir cosas pesimistas con este paisaje?

Lo que pasa es que compongo acá pero soy bastante vago. Paso mucho tiempo acá pero la mayor parte miro para afuera, me divago, leo, escucho música. El proceso de composición y sobre todo el de escritura es muy largo. Además, es difícil que me influya este momento, ya que tengo una idea que me viene de otro lado: de leer el diario, escuchar el informativo o recordar cierta historia, que de repente es de la década del 50 o del siglo XV. Pero sí, es cierto, es un lugar privilegiado este.

Fuiste bancario durante más de 30 años. No se me ocurre un oficio más opuesto al de componer canciones. ¿Extrañás algo de aquello?

No, nada. Lo que ocurre con eso tiene que ver con una idea que también ronda alguna de mis canciones: yo creo que todos, mal o bien, tenemos una doble o triple vida. Todos somos más de una cosa a la vez. Quizás hay pocos bancarios músicos –aunque hay–, pero actores de teatro hay una cantidad. Uno de los más grandes actores del teatro independiente, mi tocayo Walter Reyno, se jubiló trabajando en el Banco República. Él en una entrevista contó algo que fue lo que me pasó a mí. Decía que fue a buscar ese trabajo para que le permitiera vivir, porque tiene un horario corto, es rutinario, no te quema neuronas –podés estar pensando en otra cosa– y es –o era, no sé ahora– un trabajo bien pago. Entonces, en el teatro podía hacer un espectáculo caro, que de repente no iba a ser popular, y tener toda la libertad, porque no tenía que llenar la sala para llenar la olla. Eso fue un poco lo que me pasó a mí: jamás pensé en hacer algo en la música para parar la olla. Si por seis meses no toco o hago un disco con canciones más herméticas, no importa, porque la otra preocupación no la tengo. Es un camino. Otros toman otros caminos y son igualmente respetables y válidos. Pero fue el que me tocó a mí: a los 15 años ya estaba laburando, ni siquiera fue demasiado elegido. En mi casa me dijeron “a laburar”.