Un campesino está doblado por el peso del gran fajo de leña que sostiene en su espalda. Tiene una cara seria que transmite costumbre, esa cadena que une a los libres, diría Ambrose Bierce. El señor está inmerso en una pintura al óleo que cuelga sobre una pared de empapelado floreado, que en algunos rincones está descascarada. Es un cuadro pero parece una ventana al pasado. Está en la tapa de un disco que no se sabe de quién es, porque no tiene título ni ningún texto alusivo. A los directivos del sello discográfico, el gigante Atlantic Records, no les causó mucha gracia sacar un álbum como si fuera de un anónimo cualquiera.
El disco es de esos cuya tapa se abre como un libro, entonces, la contraportada se une a la portada y vemos la imagen completa: la pared floreada es lo único que sobrevive de un derruido complejo de casas viejas rodeadas por arbustos. Allá atrás, alta, gris, incólume, una moderna torre de un bloque de edificios. La escena tiene lugar en Birmingham, Inglaterra, y pinta la clásica puja entre lo viejo, tradicional y artesanal y lo nuevo, industrial y arrasador; el folk y el blues se juntan con el rock más duro y visceral, que se lleva –se llevaba– todo por delante.
El lunes se cumple medio siglo de la publicación del disco sin nombre que todo el mundo luego conocería como Led Zeppelin IV, siguiendo la secuencia numerada de los tres álbumes anteriores de la banda de Jimmy Page, Robert Plant, John Paul Jones y John Bonham. Así se coronó una seguidilla de cuatro discos publicados en tan sólo tres años que están entre lo más ineludible de la historia del rock de Inglaterra, del mundo y de la Vía Láctea –¿habrá rock en otras galaxias?–.
Led Zeppelin es una de las pocas bandas de rock clásicas –es decir, formadas en los 60–, como The Doors, por ejemplo, que en su disco debut –para el caso, editado en enero de 1969– ya establecieron su paisaje estético y sonoro fundamental, las obsesiones que a partir de allí no harían más que potenciar. Como el folk denso (la versión del clásico “Babe I’m Gonna Leave You”), el folk a secas y bien inglés (“Black Mountain Side”), el blues sólido (la versión de “You Shook Me”), el hard rock ácido y psicodélico (“Dazed and Confused”) y el rock durazo, riffero, apurado y sin vueltas (“Communication Breakdown”).
Los primeros dos álbumes de la banda hicieron subir al Zeppelin por una gigante gira a lo largo y ancho de Estados Unidos, que incluyó el combo completo de descontrol de una banda de rock que se preciaba de tal, ese que luego inundaría las biografías y el anecdotario. Para bajar un poco los decibeles, pisando 1970 la banda se aisló y refugió en Bron-Yr-Aur, una casa de campo en Gwynedd, Gales, construida en el siglo XVIII. Allí, más relajados, parieron las canciones de lo que sería el disco Led Zeppelin III, que si bien arranca con la bombardera “Inmigrant Song”, no tiene ningún hard rock de la talla de “Whole Lotta Love”, la que abre su segundo LP, y se apoya un poco más en la pata folk del grupo –ya la colorida portada exudaba primavera hippie, pradera y aire fresco–. Eso llevó decepción a los oídos civiles más ortodoxos y también a la crítica, que no lo recibió con mucho entusiasmo.
Sea como fuere, suele haber una injusta infravaloración del tercer álbum de Led Zeppelin, porque ahí donde se supone que está lo más acústico y “liviano” es donde explotaron gran parte de su maestría compositiva e interpretativa, como en la melancólica “Tangerine”, en la hermosamente sufrida balada blusera “Since I’ve Been Loving You” y en la tradicional “Gallows Pole”, convertida en hard folk –presten atención a la batería–.
Vas a sudar
Quizás por el declive de la atención, por las críticas frías o porque simplemente se les llenó de hidrógeno el aerostato, a la hora de componer su cuarto álbum los muchachos de Zeppelin quemaron las naves, se prendieron fuego como el Hindenburg que ilustraba la legendaria portada de su primer álbum e hicieron estallar ocho canciones que son la flor y nata del rock duro y no tanto –porque tampoco dejaron de lado el folk–.
Los tres álbumes anteriores de Zeppelin empezaban con la artillería instrumental, pero el cuarto no: luego de apenas un rumor de bajo y guitarra pinchada, arremete la voz de un Plant de 22 años, como si no pudiera contener su lascivia: “Hey, hey, mama, said the way you move, / gonna make you sweat, gonna make you Groove” (“Eh, eh, mamá, con esa manera de moverte, / vas a sudar, vas a disfrutar”). Con esa voz aguda que no canta sino que chilla, patrimonio del hard rock, mil veces imitada, jamás igualada, con esa vibra gutural casi salvaje, de fiera cavernosa que se escapó, anda suelta y es peligrosa.
“Black Dog” se titula la que abre el disco (según la leyenda, porque un perro negro salía y entraba mientras la grababan, aunque en lunfardo británico se le llama así a la depresión), con el dispositivo de pregunta-respuesta típico del blues: Plant canta y le da paso a la maraña de riffs (a cargo del bajo y las guitarras dobladas), que se mueve como una escalera circular que termina donde empieza.
La arquitectura armónica y rítmica tiene esa típica zeppelineada que va agarrando calor y gustito hasta estallar junto con los gemidos de Plant, en formato “oh” y “ah”, que no pueden remitir a otra cosa que al orgasmo. Cuando se alcanzaron varios de esos, en la coda de más de un minuto, con un nuevo riff, arrastrado, Page se manda un largo solo que viborea con igual intensidad que los espasmos de éxtasis animales de su cantante.
Nadie le pegaba a la batería más fuerte e intenso que el hiperactivo Bonham –como si no hubiera mañana, que suele ser una metáfora pero en su caso no tanto–, con esas baquetas que más que palos eran árboles y un set con piezas tamaño familiar. El baterista era la mitad de la receta del grupo, por eso cuando se murió, Led Zeppelin dejó de existir, hace más de 40 años (aunque suele olvidarse también la maestría melódica del multiinstrumentista Jones, el de perfil más bajo del grupo; los cuatro genios no eran sólo los de Liverpool).
Entonces, cuando en medio de la grabación Bonham se puso a tocar compás por compás la batería del clásico “Keep A-Knockin’”, de Little Richard, enseguida la hizo suya; Page se sumó, improvisando un jugueteo de guitarra a lo Chuck Berry, y esa canción no podía llamarse de otra manera que no fuera “Rock and Roll”. Concentra toda la estrategia para abordar el hard rock de Led Zeppelin en tres minutos y medio. Pongan la canción y presten atención sólo a la batería: es una cabalgata infernal, peligrosa y urgente, un tren descarrillado, una AK-47 con carga infinita y así.
Parecía, pero Plant en realidad no era –no es– ningún animal e incluso de vez en cuando agarraba un libro, por ejemplo, la fantasía épica El señor de los anillos (1954), de JRR Tolkien –30 años antes de que el director de cine Peter Jackson la adaptara y la transformara en una trilogía de películas taquilleras y omnipresentes–. De allí nació la inspiración para la gema del folk celta “Battle of Evermore”, a pura guitarra acústica y mandolina, con una rara avis para los estándares del grupo: un dueto vocal entre Plant y la cantante inglesa Sandy Denny –que se mueve por terrenos agudos similares a los de él, por lo que si nos distraemos un momento podemos pensar que hay dos voces en una–.
De todos modos, las referencias a la obra de Tolkien en esa canción son bastante vagas, o menos directas que en “Ramble On”, por ejemplo, de Led Zeppelin II (1969), en la que menciona explícitamente los “oscuros abismos de Mordor” y a Gollum. Pero en el disco sin título que nos ocupa también está “Misty Mountain Hop”, arrastrada por el riff más austero, rudimentario y obsesivo que parió el grupo –a dueto entre la guitarra y el sintetizador–. Lo opuesto a “Going to California”, una tranquila y acústica balada folk que parece un resabio del Verano del Amor, con un Plant que por momentos –cuando baja el registro– canta como un crooner hippie.
La que todos conocemos
El lado A del vinilo original lo cerraba la que se convirtió no sólo en una de las canciones más populares de Led Zeppelin sino de la historia del rock toda: “Stairway to Heaven” –en Spotify va por 617 millones de reproducciones y contando–. Su éxito y su estampa de icónica radica en que en ocho minutos concentra todos los ingredientes de Led Zeppelin, en un continuum de tres secciones que perfectamente podrían ser canciones distintas, pero unidas progresivamente por un montaje que fluye como el agua del arroyo donde hay un árbol con un pájaro que canta, como dice Plant.
La letra no es una más, por eso el vinilo original la incluía completa en la funda, algo inusual en Led Zeppelin, la demostración final de que esa les importó más que las demás. Una dama que todos conocemos, que está segura de que todo lo que brilla es oro y como quien no quiere la cosa va y compra una escalera al cielo. ¿A quién se refiere? ¿Una diosa, una hechicera, la muerte? ¿Rhiannon, la heroína de los cuentos medievales galeses?
“There’s a sign on the wall, but she wants to be sure, / ’cause you know sometimes words have two meanings” (“hay un letrero en la pared pero quiere estar segura / porque a veces las palabras tienen dos significados”), canta Plant en la segunda estrofa. Y parece que se refiere a la polisemia que engloba su propia letra, ya que “Escalera al cielo” fue disparando cada vez más imaginación en las cabezas de los seguidores de la banda y en las de todos los demás, a medida que la canción llegaba al Olimpo y se convertía en himno. Una de las teorías más famosas dice que si la reproducimos al revés se descubren referencias a Satán, Lucifer, el diablo o como le quieran llamar, y que incluso Plant tira el número 666. La pavada fue tan grande que se convirtió en un chiste en sí mismo y hasta Capusotto lo hizo sketch.
“Stairway to Heaven” construyó un arquetipo dentro del rock, la canción tres en una, tan grande que sin ella no existirían canciones como “Bohemian Rhapsody”, de Queen, ni “November Rain”, de Guns N’ Roses, ni “Nothing Else Matters”, de Metallica, ni otras tantas a las que se les dice power ballads, aunque algunas no sean baladas ni poderosas. La canción de Zeppelin no sólo tuvo influencia para adelante sino para atrás, ya que de vez en cuando se reflotan reclamos de derechos de autor, con juicios y demás sinfonías leguleyas por supuesto plagio de Page y compañía. Pero esas cuestiones son más para otra sección de este diario, la de Justicia.
El arpegio de guitarra acústica destellando una melodía que podría haber sido compuesta en la misma época que “Greensleeves”, aquella legendaria balada tradicional inglesa, y la brisa antigua de la flauta son el viejo cargando el fardo de leña. Otro tiempo, otra vida, como la de Plant, que canta sereno. Aparece la guitarra eléctrica, le impone ritmo, se empieza a construir, a levantar la estructura, la torre que tapa todo, la escalera al cielo. Arriba, arriba, más, más. El famoso solo de Page, alabado hasta el infinito, es brillante no tanto por lo que es sino por su lugar, desde dónde nos trae y hacia dónde nos lleva. Es la escena de transición perfecta hasta el estallido hard rock, cuando todos somos uno y uno es todo.