The Beatles: Get Back, el documental de Peter Jackson que se estrenó el fin de semana, debe ser insoportable para cualquiera que no sea fan fuerte de los Beatles. Al mismo tiempo, es un fenómeno cultural ineludible, no sólo porque se trata de los artistas canónicos de la música popular global, sino también porque las casi ocho horas de la miniserie inauguran un tipo de relación con la audiencia que posiblemente siga expandiéndose y replicándose.

Montada a partir de material sobrante de Let It Be, la película de Michael Lindsay-Hogg que se conoció en 1970, Get Back es más que una ampliación de su predecesora. Peter Jackson empleó varios años –desde que terminó su documental anterior, They Shall Not Grow Old– en un enorme trabajo de selección: como dice antes de cada uno de los tres capítulos, había para elegir entre 56 horas de filmación y más de 150 horas de audio inédito. El neozelandés tuvo más libertad que Lindsay-Hogg y, según declara, recibió poca presión del entorno beatle, lo que es consistente con el hecho de que sobrevivientes, viudas e hijos hayan desclasificado estos archivos, pero igualmente debió hacer un obvio recorte personal (ya tendremos la versión completa, en esta vida o en la próxima).

El resultado, en parámetros beatlemaníacos, no es sólo un torrente de nueva información sobre lo que hicieron John, Paul, George y Ringo durante tres semanas de enero de 1969, sino también una versión ligeramente alternativa sobre los motivos por los que decayó la banda, y una bajada de tono a varios de los rumores que rodean a esos años, como el del malhumor constante entre sus miembros, la ausencia creativa de Lennon o la ubicuidad de Yoko Ono. Por el contrario, muestra cómo, poco a poco, John y Paul reconstruyen como intérpretes y arreglistas (no como compositores) la química que los había consagrado como el dúo pop más grande de la historia.

Que es un documental dirigido a personas muy interesadas en los Beatles queda claro desde el arranque. La primera parte, de dos horas y 37 minutos, posiblemente ahuyente al resto de la humanidad, y aun para el núcleo duro es una experiencia dolorosa: malos ensayos interminables, canciones que no fluyen ni entusiasman, discusiones triviales y recriminaciones indirectas. Si uno estuvo en reuniones en las que nada sale bien, la molestia por esa improductividad es aún mayor. Y sin embargo, seguimos colgados a esa especie de reality lujoso: los cuatro Beatles están ahí de nuevo, en tomas que no encontrábamos en Youtube ni en plataformas pirata, mostrándose unos a otros los temas que acaban de componer por separado.

Aclaremos: en ese primer capítulo los Beatles están en un estudio de cine en Twickenham y se proponen tocar temas nuevos para ofrecer un primer show en vivo luego de tres años de alejamiento de los escenarios. Pero hay poco definido: no se sabe dónde, ni qué estructura tendrá el espectáculo, ni qué canciones harán. El capítulo tiene una narrativa tenue (la breve partida de George), pero sobre todo tiene un tono: el de la incomodidad por el lugar (se amontonan en un rincón del hangar), por la falta de objetivos, por el cansancio de una carrera que ya no tiene sentido. Hace tiempo que los Beatles han dejado de ser “obreros del rock and roll” –y mucho más tiempo desde que eran rockeros apasionados– para convertirse en multimillonarios que no saben bien cómo reinvertir su capital.

Old Black Magic

El segundo capítulo, en cambio, es iluminador respecto de la incidencia de ciertos aspectos externos en los procesos creativos. Tras el “regreso” de George, los Beatles deciden dejar el enorme set de filmación y continuar el proyecto en el sótano de las oficinas de la compañía Apple, su nuevo emprendimiento comercial que, de a ratos, parece entusiasmarlos más que la música. El pequeño estudio, más apretado incluso que Abbey Road (donde grababan usualmente y adonde volverían para grabar su disco final), les resulta más familiar, y mientras corren el té y los sanguchitos, la música vuelve a fluir. Para completar la felicidad, llega el tecladista Billy Preston, que levanta la moral colectiva y les agrega un swing extra a las canciones.

Esa aparición de Preston, exmiembro de la banda de Little Richard, ocurre en la mitad exacta del documental y marca el punto de inflexión narrativo. Es el viejo amigo que todavía la está peleando, que cae de visita (no invitado por George, como en otras versiones) y que es invitado a quedarse. Contagia su palpable alegría, aunque luego da la impresión de que sacrifica algo en esa entrega: el pequeño músico afro que brilla entre cuatro superestrellas blancas (y una asiática) poco a poco se va opacando, como si absorbiera mala vibra, y hacia el final, en el proverbial concierto en la azotea de Apple, ocupa un lugar escénico discreto.

It’s been a long time since I rock and rolled

La preparación de ese concierto, como en Let it Be, ocupa la tercera parte del documental. No hay sorpresas, pero podemos apreciar tomas distintas de los temas que ya conocíamos: “I’ve Got a Feeling”, “Don’t Let Me Down”, “Dig a Pony”, “One After 909” y, claro, “Get Back”, el más escuchado y mutante del documental. Lo que sí resulta un poco decepcionante es lo “chiquito” del resultado, ahora que sabemos qué clase de proyectos descartaron (un show en un anfiteatro en Libia, un recital en un parque público) para terminar tocando en su propia y desangelada azotea, sin verdadero público (la gente desde la calle no los veía) y con un frío que obliga a John a frotarse las manos cada vez que puede.

La buena disposición de Lennon es una de las novedades de Get Back. No cambia la idea de que sus contribuciones eran, desde hace un tiempo, menores, pero sí la noción de que McCartney tenía que arrastrar continuamente al resto. Es cierto que McCartney es el que plantea más directamente el problema de la falta de dirección de la banda desde el suicidio de “Mr. Epstein” (así llama a su antiguo mánager, sin una pizca de la ironía que abunda en otros tramos) y menciona la falta de una “figura paterna”, pero es cuando Lennon se enciende que todo lo demás brilla. A la hora de mejorar las letras ajenas, resulta el más generoso y agudo de la banda, y es un placer apreciar sus trucos como guitarrista rítmico. Es Lennon, incluso, el que hace el enganche con la historia Beatle, al versionar en clave paródica muchos de sus viejos éxitos o al insertar citas cómicas (como el “beep, beep, beep, yeah” de “Drive my Car”) en los nuevos temas. La gracia, la velocidad, el ingenio, el carisma de Lennon, el artista más relevante del siglo XX, siguen reverberando en Get Back.

Otro protagonista inesperado es el ingeniero de sonido Glyn Johns, que visiblemente desplaza a George Martin en muchas funciones de producción, lo que no resulta tan raro dado que se trata de un proyecto de grabación “en vivo” y no de trabajosas sesiones de registro individual y paulatino. Johns es coetáneo de los músicos y tiene un gran nivel de complicidad con ellos (que lo llaman “Glynis”, como la actriz Glynis Johns) y resulta, de alguna manera, reivindicado por la película de Jackson. Recordemos que sus mezclas de Let It Be fueron rechazadas y que el disco que conocimos fue remezclado por Phil Spector. Aunque en 2003 se editó Let it Be... Naked para despojar al disco de la pompa inútil del estadounidense, Johns no fue convocado a la tarea de restauración pese a poseer un CV que incluía como referencias a los Who, los Stones, Led Zeppelin y The Clash. Demasiado rockero, tal vez.

El uso del archivo puramente sonoro en Get Back es asombroso. Decenas de conversaciones y canciones transcurren cómodamente entre tomas contextuales. En este plano, hay una joya maravillosa: un diálogo entre John y Paul grabado sin que ellos lo advirtieran, que en mi maratón apareció justo cuando me estaba preguntando qué tan natural sería su conducta ante tantas cámaras. En ese intercambio, el dúo discute qué hacer con el pobre George, que ha tenido la suerte y la desgracia de crecer a su sombra, y que ahora se ha alejado en busca de un lugar propio como compositor. Manejan la hipótesis de sustituirlo por Eric Clapton, pero lo más interesante es cuando se sinceran sobre sus propios roles en la banda: “Vos eras el jefe y yo el segundo, pero desde hace un tiempo tuve que hacerme cargo”, dice Paul, y John no retruca.

Hay también, para quien le interesen las cuestiones legales, un montón de “no dichos” sobre el dinero, que aparecen más directamente aludidos que en Let it Be. Se mencionan los contactos con Allen Klein, el mánager de los Stones que Lennon presenta al resto de la banda y que chocaría con la oposición de McCartney y su familia política. En el estudio se habla de música, y esas reuniones, decisivas para el final del grupo, tienen lugar en otras partes.

Pero, sobre todo, en el documental hay una miríada de detalles sobre la evolución de los temas que los Beatles están intentando arreglar, y que en algunos casos quedaron para la sesión de grabación de Abbey Road o de los inminentes discos como solistas. Versos que van mejorando poco a poco, arreglos vocales –¡de esas voces!– que se insinúan, descartes que nos dejan dudando. Los Beatles ya habían pasado su pico creativo, pero seguían creciendo como intérpretes, y encontraban un refugio en repasar viejo rock and roll y pop centenario que habían aprendido hacía más de una década. Si hubiera que elegir una entre las casi 50 versiones, me quedaría con la que hacen de “Bye, Bye, Love”, la canción que popularizaron los Everly Brothers.

Héroes de la clase media

La experiencia de verlos disfrutar después de tantas horas de mala onda es reconfortante, y la recuperación de estas tomas confirma que habrá Beatles durante mucho tiempo más. Hace unos años, el crítico Homero Alsina Thevenet tuvo la honestidad de republicar en El País Cultural su reseña original de la película A Hard Day’s Night (Richard Lester, 1964), en la que escribía que los mediocres Beatles serían una moda pasajera. Los años han ido refutándolo sostenidamente, porque la beatlemanía ha bajado en intensidad, pero no en calidad.

El interés por la banda sigue siendo alimentado por un archivo inmenso y una industria ávida de utilizarlo. Pensemos en lo que han significado los temas “nuevos” de los Beatles, como “Free as a Bird” (1995), y en cómo hemos disfrutado las versiones alternativas incluidas en los discos Anthology. O en remezclas como las de Let it Be... Naked y la del medio siglo de Sargent Pepper’s que hizo Giles Martin en 2017. No sólo hay registros audiovisuales para rato (quedan más de 50 horas de la película de Michael Lindsay-Hogg sin ver, después de todo, y en la propia Get Back se muestran unos fragmentos tomados durante el viaje de los Beatles a India que sugieren una colección mayor), sino posibilidades de expansión abiertas por la combinación de ese archivo con tecnología de punta y con imaginación ficcional. ¿Es alocado pensar en nuevas giras de John, Paul, George y Ringo como hologramas, tal como hace Abba? Por lo pronto, es perfectamente posible que se comercialicen las pistas de distintos discos para que cada consumidor pruebe su propia mezcla de los discos Beatle, tal como hizo el hijo de Martin.

Los Beatles, de un modo u otro, siguen fascinando a medida que adquieren un estatus entre la leyenda intocable y la intimidad manipulable, como demuestra día a día cada aparición mediática de Paul McCartney. Al igual que Star Wars o el Universo Marvel, están a punto de convertirse en una “franquicia” y no es un detalle menor que Get Back sea un producto de Disney. Su seducción, de todos modos, es genuina y los acerca al mito. A medio siglo de su separación como banda, citemos uno de los versos que los mayores suprimen de “Something”, la canción de George, y admitamos que los Beatles nos atraen “como la luz a una polilla”.

The Beatles: Get Back, de Peter Jackson. 468 minutos, divididos en tres partes. En Disney+.