“Ahora sí, ¡a clase!”, canta Damián Lescano al principio de “El timbre”, el track número 3 del nuevo disco de Villazul: Música para aprender. Volumen 1.
Sobre la canción –parte del segundo trabajo de este célebre y prestigioso proyecto creativo hecho en Uruguay– podría decirse, por ejemplo, que funciona como una unidad contenedora de arte e información, y supone una experiencia estimulante que facilita procesos de aprendizaje y adquisición de conocimientos. Pero eso fue después de pensarlo un poco y de haber escuchado al músico y compositor Fabián Marquisio hablar de cómo se le ocurrió esta idea –la de Villazul– y de su teoría al respecto, porque antes, ni bien empezó a sonar la canción en mi computadora, lo que se me ocurrió fue exclamar “qué tremenda plena, un cumbión”, envuelto en el ritmo y en la buena interpretación del popular cantante de la movida tropical.
Sabiamente, al igual que en Música para crecer (el primer disco de Villazul), Marquisio volvió a unir fuerzas con un numeroso equipo de estrellas compuesto por colegas y amigos como Lescano, para crear melodías pegadizas en las que poco importan los nombres y mucho el objetivo del proyecto y su poder comunicativo. Así, pues, Anita Valiente y Josefina Damiani cantan una chamarrita para aprender “Los días de la semana”; Mónica Navarro y Max Capote, un blues festivo dedicado a la amistad; Jorge, Diego y Daniel Drexler se mandan un valsecito de acordeón que ayuda a aprender sobre “Los triángulos”, y Federico Lima (junto a Luciano Supervielle en el piano) cierra el disco con una preciosa melodía sobre la importancia de “Pedir ayuda”.
Desde el principio Villazul fue pensado como un repertorio de canciones musicalmente sólidas para poder ser interpretadas “y disfrutadas por los niños, y sus madres y padres”. “María Elena Walsh era verdadera música, Walt Disney era música alucinante”, dice Marquisio, que confiesa que en sus shows como solista está acostumbrado a que también le pidan alguna de las canciones de Villazul.
Este es el primero de dos volúmenes de Música para aprender destinado a escolares y enfocado, sobre todo, en aprendizajes sociales y de adaptación al entorno; el próximo volumen se editará el año que viene y tendrá canciones sobre aprendizajes específicos de la currícula escolar.
Fabián tiene 46 años, y canta y toca la guitarra desde niño. Cuando tenía diez, una de sus hermanas, al piano, lo invitó a unirse a la melodía con su voz, en una orquesta de muchos parientes músicos. Habla muy rápido, y viajó muchísimo. Encontró en la música un sustento propio ni bien se fue de la casa de sus padres, a los 16, y se puso a improvisar repertorios en plazas, ómnibus y trenes. Se fue a Buenos Aires y tocó con un pueblo en medio de la ola fulgurante del blues porteño de los 90. Se hizo amigo de Pappo, que le regaló una guitarra Lucille, y un día lo llamaron para telonear, en Montevideo, a BB King, con quien estuvo a punto de grabar.
En realidad, quería ser biólogo. Grabó discos solistas bajo la influencia de artistas como Manu Chao. Se fue a México, y al final del viaje ese resultaría el primer destino de una larga travesía de seis años por toda América Latina, con pasajes por Amazonas y Bolivia, un cruce con un huracán en Belice y otro con la guerrilla en Colombia, por nombrar tres puntas de sus mil historias, que podría contar nuevamente a quien quiera escucharlas.
En algún momento, luego de todo eso, se recluyó en Maldonado, y poco después, con su pareja tuvieron a Antonio, un niño diagnosticado con TEA (trastorno del espectro autista) que hoy tiene 12 años y ya se aburrió de las primeras canciones de Villazul.
Por raro que parezca, lo que más disfruta Fabián es quedarse en el tallercito que montó en su casa, armando y desarmando aparatos, lijando maderas viejas y remendando cosas que algún vecino desechó para comprar otras nuevas.
Su hijo lo dibujó en la escuela y escribió: “Papá arregla cosas”. Muchísimos niños de su edad que se criaron con la música de Villazul, como Antonio, crecieron “y hoy escuchan La Vela Puerca”, cuenta Marquisio, que con los años y el buen recibimiento del proyecto fue aprendiendo que sus canciones tenían un público mucho más amplio que el que alguna vez había imaginado.
“Vos en tu vida, a medida que vas creciendo, entrás en una especie de túnel mentiroso que te hace pensar que manejás algo. La gente alrededor te va diciendo ‘te tenés que conseguir un trabajo, esto y lo otro’, te va pronosticando un destino, y la realidad es que las cosas pueden cambiar de un día para el otro todo el tiempo. La vida es así, y está todo entrelazado”. Así comienza a explicar el origen y el fundamento del proyecto.
“Cuando andás de mochilero no planificás ni un mes; no podés. Te ponés a hacer dedo, parás un camión y le decís: ‘Voy para Cartagena’; te responden: ‘Ah, voy para San Pedro’; con el segundo te pasa lo mismo; al tercero que te dice que va para San Pedro decís: ‘Ta, no voy a Cartagena, me voy para San Pedro’. Y tu destino cambió. Cuando mi pareja quedó embarazada sentí que había caído en la trampa del túnel. Empecé a planificar todo, mi futuro y el de Antonio, y automáticamente, con mi pareja, nos frenamos los dos y dijimos: ‘No, esto es otra cosa; el niño no vino a Cartagena, entonces ahora a San Pedro’. Listo. Esa forma de afrontar la vida nos ayudó mucho a entender que no era el fin del mundo, que era algo distinto, y fue: ‘Bueno, ¿qué herramientas tenemos?’. Ella, por ejemplo, sabe mucho de gastronomía. Yo canto, todo el tiempo, todo el día. Estoy cortando el pasto y canto. Me levanto a cepillarme los dientes y canto”.
“Con Antonio empezamos a utilizar una rutina conductual para que él aprendiera a ir al baño, vestirse, comer. Nos turnábamos con la madre, y yo lo hacía cantando, pero por nada en particular, porque siempre cantaba. ‘Bueno, nos ponemos la mediecita’, le decía cantando. Y ella y yo nos empezamos a dar cuenta de que las actividades que le decíamos cantando él las hacía mejor y las percibía de forma más rápida, y además se reía y se divertía. No hablaba, no decía una palabra, y un día vino y me hizo la melodía que usábamos para hacer pichí, que eran tres notas musicales. Fue su forma de pedirnos que quería ir al baño. Eso se llaman canciones motoras; después me puse a estudiar mucho eso. Así empezamos a hacer canciones para todo”.
Los habitantes de Villazul
Luego de esa experiencia familiar, Fabián pensó que tal vez sus canciones les podrían servir a otros padres de niños con autismo. Entonces las grabó de forma casera, le pidió a su amiga Estela Magnone si podía hacer un coro para una de las melodías y ella le propuso agregar un piano. Luego se sumaron también Sandra Mihanovich, Samantha Navarro, Spuntone y Mendaro, y un montón más. Música para crecer, el primer disco de Villazul, se editó en 2014 y rápidamente se convirtió en disco de oro, y luego, de platino. Sin que Fabián supiera exactamente cómo les habría ido a otras madres y padres con su música, de a poco comenzó a recibir en su correo historias tan sorprendentes y revolucionarias como la de Antonio. “Mi hijo me dio un abrazo gracias a la canción ‘El abrazo’, le escribió una mamá, y otra: “Mi hijo tiene ocho años y nunca habló. Hoy nos levantamos y estaba a los pies de la cama cantando ‘Hacer pichí’”.
“Inicialmente Villazul era para personas con autismo, pero de pronto comenzó a utilizarse mucho con niños con síndrome de Down porque funcionaba muy bien, después también con niños con dificultades de aprendizaje, y cada vez me escribían maestras de más escuelas contando que lo utilizaban en clases como una herramienta más”, cuenta Marquisio sobre el camino que recorrió su obra musical, y la demanda de padres, madres y profesionales de la educación que lo llevaron a continuar con este nuevo capítulo, con el que espera poder llegar a la mayor cantidad de hogares y escuelas del país.
“El lenguaje de la música es maravilloso”, dice, y concluye: “Después de todas las vueltas que di, en Villazul encontré un sentido y me pude comunicar con mi hijo”.