Hace unos años me encontré en una muestra con un artista plástico que fue novio de mi madre en mi temprana infancia. Creo que no nos veíamos desde esa época y luego de las sorpresas de rigor –él increíblemente estaba igual, yo me convertí en una persona muy alta– afloró el recuerdo. En un momento se hizo un silencio y me dijo: no te gustaba llorar y estabas obsesionada con los Beatles. Reforzó su sentencia con un par de anécdotas que yo desconocía: cuando me caí de una biblioteca alta a la que me había trepado y no derramé una lágrima a pesar del porrazo, y cuando un verano anduve para arriba y para abajo con un casete de Los Beatles (según mis cálculos era el Beatles for Sale y yo tendría 5 años) como si fuera un oso de peluche. Las personas sensibles, cuando prestan atención, suelen acertar en detalles significativos. Él no lo sabía, pero en esos dos datos deslizados al pasar estaban algunas claves de mi constitución emocional: mi terror a mostrar vulnerabilidad y la música como cauce para ese mismo miedo, la posibilidad de sentir mucho en un entorno protegido, casi intrauterino. En ese momento yo tampoco fui consciente del hallazgo. Me reí como se ríe la gente que se encuentra después de mucho tiempo entre sanguchitos de miga y copas de vino. Y me olvidé.

Hasta este año.

Mientras miraba McCartney 3, 2, 1, la serie documental donde Sir Paul, casi octogenario, pero más joven que muchos de nosotros, repasa con entusiasmo nerd la composición y grabación de muchos temas de los Beatles, se me vino la escena de la muestra y las anécdotas de infancia como un tren de frente. El momento justo fue cuando McCartney contaba acerca de las diferencias entre su familia y la de John Lennon. Él creció en un hogar bastante feliz y estable mientras su amigo era hijo de una familia disfuncional: nunca pudo curarse la herida del abandono de su madre. Eso, en un principio, lejos de separarlos, los unió, estaban como hechizados, se complementaban a nivel compositivo y vital. Escuchar a McCartney narrar –y cantar– esa amistad, pero también de toda la banda me hizo pensar mucho en la complicidad con mis propios amigos y fue encontrar calor en un año de mucha intemperie. Los Beatles siempre lograron ese efecto: son extraterrestres que te devuelven a casa. Y una contraseña entre la gente que quiero: las relaciones más importantes de mi vida estuvieron –están– atravesadas íntimamente por la música de los Beatles.

Si tuviera que encontrarle un título a 2021 sería “el año de la muerte, los amigos y los Beatles”. Todo es un lugar común. Pero es que la amistad es un lugar común. Los Beatles son un lugar común. La muerte es un lugar común. Este año se murió uno de mis mejores amigos. Este año se murieron los padres de dos grandes amigas. Se murió, también, la madre de mi hermana, mi amiga más antigua, la persona con quien crecí y ahora envejezco. No fueron muertes apacibles y a tiempo. Cada muerte fue un porrazo, la caída del estante más alto de una biblioteca. Mi amigo Rogério estaba enfermo, pero iba a vivir más y nos íbamos a volver a ver. Con él, desde el día en que nos conocimos hace casi 18 años, hablábamos seguido de los Beatles. Con mi amiga más vieja, como además compartimos ese territorio interminable que es la infancia, tenemos juntas cientos de horas de escucha atenta de toda la discografía. Algo pasa entre los Beatles y los niños.

Este fue el año de acompañar llantos por teléfono –la pandemia sigue– y el año en que aprendí a llorar con otros. El año de mostrar vulnerabilidad a pesar del miedo. Cuando se trata de compartir el dolor, no queda mucho espacio para esconderse.

Hace unos días se estrenó también Get Back, el documental que celebra la vida y explica la muerte de The Beatles. Son más de siete horas de edición de un material de 60 donde su director, Peter Jackson, retoma las grabaciones de aquel experimento psicológico realizado por el director Michael Lindsay-Hogg en 1969. La banda, ya en declive humano y desintegrada, se sometió a la presión de tener que componer decenas de temas en quince días y preparar un espectáculo en vivo.

A diferencia del revisionismo optimista de McCartney 3, 2, 1, en esta película viajamos en el tiempo: no hay relato, están los Beatles a escala real, haciendo chistes, discutiendo, componiendo en tiempo presente sus canciones, esas que marcaron la vida de miles de millones de personas. Al principio del documental, Lennon empieza a ensayar bajito los acordes y versos de “Everyone had a hard year” (Todo el mundo tuvo un año duro) esa canción incompleta que luego se fusionaría con otra de McCartney para resultar en “I’ve got a feeling”, incluida en el álbum Let it Be. Mientras miro la escena no puedo dejar de pensar en un par de cosas: en la cuestión obvia de la superioridad creativa de ambos (y en cómo cuando todo se complica aparece una mano amiga para salvar las papas). Y la otra: sí, todo el mundo tuvo un año duro. Y los Beatles volvieron, de forma providencial y una vez más, a hacernos sentir en casa.