En su famoso libro Mitologías (1957), Roland Barthes señalaba que la mayoría de los juguetes franceses se limitaban a ser meras reproducciones literales del mundo adulto (que preparaban al niño para que luego fuera médico, soldado, cartero, etcétera), con la rara excepción de los juegos de construcción, los únicos que permitían desarrollar la creatividad y crear formas dinámicas. Todas las generaciones los tuvieron, de distintas marcas y calidades: los ladrillitos con los que se puede construir y deconstruir a placer, sin atarse a la figura preestablecida que aparece en la foto de la caja.

Eso es exactamente lo que hace Fernando Cabrera con la música –la suya y la de los demás–, sobre todo cuando se presenta en vivo en el formato a sola voz y guitarra. Es como si antes de una función desarmara cada canción para luego reconstruirla arriba del escenario, pero sin utilizar todas las piezas, dejando espacios y alterando la estructura. Puede entrecortar la melodía, alargarla, sumar o sacar acordes y dejar una bordona sonando que acecha como un fantasma para insinuar el tono, siempre jugando con las distintas intensidades de la dinámica y del ritmo.

El extremo de ese “juego” está en su versión de “Muchacha (Ojos de papel)”, de Almendra, incluida en el DVD Intro (2012). Esto tiene su lógica, dado que la canción es un himno conocido por todos los rioplatenses, es decir que cualquiera tiene incrustada en su mente la figura de la foto de la caja. Entonces, como carece de gracia y de creatividad interpretar lo mismo, nota por nota, se manda una cabrereada: para empezar, altera la letra: “Ojos de papel, / ¿a dónde vas? / Pequeños pies, / no corras más”, con un ritmo más urgente y más piezas en la armonía.

Desarmado

En 40 años de carrera Cabrera nunca había usado su juego de deconstrucción con su música en un disco de estudio. Pero hace pocos días lo materializó en Simple, su nuevo álbum, que de simple no tiene nada. Ese adjetivo le cabe por cómo fue concebido en su instrumentación, ya que sólo tiene guitarras (acústicas y eléctricas) y voces, más algún mínimo detalle, todo a cargo de Cabrera; es decir, es una traslación del minimalismo instrumental del vivo al estudio –con la yapa de que puede haber más de un Cabrera en tiempo y espacio gracias a las posibilidades técnicas de la grabación–.

Pero en realidad el disco es complejo por la composición, ya que por primera vez Cabrera graba un conjunto de canciones propias concebidas desde el arranque de la forma “desarmo y vuelvo a armar”. Esto implica un ejercicio para el escucha, porque no tenemos la referencia de la figura que aparece en la foto de la caja. O, si la tenemos, ya está cabrereada. Es por esto que Simple es el disco más experimental de Cabrera, pero al mismo tiempo el más natural, porque luego de tantos años implementando su particular forma de interpretar en el escenario, era un paso lógico volcarlo en la composición y el estudio. Así las cosas, Simple es simplemente el disco más Cabrera de Cabrera.

Sin género

El cabrerómetro pica en rojo también al medir el género de la música. Salvo contadas excepciones a lo largo de toda su carrera, canciones de las que se puede decir “esto es rock” (como algunas de Buzos azules o Autoblues) o “esto es una milonga” (como “Décimas porteñas”, por ejemplo), tratar de ponerle una etiqueta a la música de Cabrera suele traer dolores de cabeza, porque se mueve en terrenos de ritmo, armonía y melodía muy variables, incluso dentro de una misma canción. Simple es el cenit del género sin géneros.

Ninguna de las diez canciones del disco es igual desde que arranca hasta que termina, porque hay pequeños arreglos esparcidos por aquí y por allá (como un coro, un acorde seco de piano, un silbido que oficia de efecto sonoro, una mínima percusión, etcétera, siempre de Cabrera). Y una estrofa nunca suena idéntica a la siguiente, ya que cambia el patrón de rasgueo, el arpegio o la intensidad del canto. Cada canción es como un pequeño viaje, guiado por la voz y la guitarra, que a su vez se retroalimentan.

Con 27 minutos de duración, es el disco más corto de Cabrera junto con el anterior, 432 (2017), y cuando nos queremos acordar, ya terminó, pero no porque dure relativamente poco sino porque es una obra redonda y completa. Las letras se vuelven fundamentales para el viaje, porque como es habitual en el último Cabrera, a veces las melodías vocales se desdibujan y se construyen por la fuerza de las palabras. O sea, no es que hay una melodía a la que luego se le empasta una letra, sino una letra que exige una interpretación y una forma de cantar, por eso la voz de Cabrera nunca miente.

El tiempo está antes

Siguiendo la línea del disco más cabrereado, las letras desparraman las obsesiones del cantautor: el tiempo, los viajes y el amor –y a veces todo junto, porque es una tríada interrelacionada–. En “Estaba en otra vida” llega a la cumbre del desdoble de personalidad, algo que ya había aparecido en su obra pero no tan explícito: “Estaba en otra vida, / feliz quemando karma, / creí que era mujer / por la textura del recuerdo [...] Vivía en otra vida, / ignoro si futura, / varón o algo así, / era una especie de macho”.

La parte autobiográfica, que en 432 tuvo más presencia que nunca –desde el título, que era el número de puerta de la casa de sus abuelos paternos–, con “El trío Martín” y “Pollera y blusa”, acá vuelve en “50 años de Horacio”, por uno de sus hermanos. Pero el verso más autorreferencial del disco está al final, camuflado en “Creo que te amo”: “Me he probado la piel del desierto, / he buscado en la tierra los nidos del aire / y canté sin seguir el estilo de nadie”.

Pero también hay un par de canciones con letras distintas, que se apartan de cualquier otra anterior. En “Cartas de Cristo” juega con la “verdad” del mito de Jesús, en otra creativa forma de mezclar las piezas. En “El liceo” –quizás la mejor canción del disco– arma una oda a la etapa de la secundaria, que no suena tan nostálgica o melancólica como podríamos pensar y que en una estrofa resume la esencia de una educación ideal, integradora y bien uruguaya, es decir, batllista: “El tonto y el brillante / formaban junto a mí / la fila de la esperanza”. Es la otra cara de aquellos versos de “Working Class Hero”, de John Lennon: “Te odian si sos inteligente y desprecian al tonto”.

Simple resultó ser el álbum más complejo de Cabrera y sin duda lo más jugado –en todos los sentidos– que hizo en su carrera. Porque en este mundo hiperactivo, de déficit atencional infinito y lobotomías frontales hechas a medida desde la televisión, es un disco que pide tiempo, de música popular pero no pop, de esos que hay que escuchar muchas veces para que nos caiga la ficha. Capaz que un par de días después, mientras estamos haciendo los mandados, una melodía nos empieza a picar en la cabeza. Pega tarde, pero una vez que lo hace, no nos podemos levantar.

Simple, de Fernando Cabrera. Ayuí, 2020.