Hay escritores de ficción que logran en algunas de sus obras –o en varias– convertir una ciudad en personaje, o sea, incorporar a la argamasa de la trama y al propio tono de su estilo las particularidades de un tejido urbano bajo la forma de un carácter en sí mismo, no como mero decorado sino como un organismo que respira, se desplaza y habla a la par que el protagonista y los otros. Más allá de algunos casos emblemáticos de la literatura del siglo XX, como pueden ser las novelas Manhattan Transfer (1925), de John Dos Passos, y Berlin Alexanderplatz (1929), de Alfred Döblin, hay una Londres de Virginia Woolf, una Dublín de James Joyce, una Nueva York de James Baldwin, una Lima de Julio Ramón Rybeiro, una Habana de Guillermo Cabrera Infante y una Bucarest de Mircea Cartarescu que, en algunos pasajes, capítulos o libros enteros, se vuelven personajes en sí mismas. Algo parecido ocurre con Belfast en la novela Los incendiarios, de la escritora norirlandesa Jan Carson (1980), ganadora del Premio de Literatura de la Unión Europea.

Bajo fuego

Durante gran parte de Los incendiarios –unos pocos meses, además de unos saltos hacia el pasado en la voz de algún personaje– la capital de Irlanda del Norte se encuentra bajo fuego. Las llamas producidas por la gasolina y el aceite, el crepitar de las estructuras resecas y el aire impregnado por el tufo del humo envuelven cada página de la novela. Una decisión administrativa del Ayuntamiento –limitar la altura de las fogatas del solsticio de verano– despierta una ira que se traduce en una seguidilla de incendios que vuelven más luminosa la ciudad por las noches que bajo la luz del sol. Ante tal panorama, la ciudad retoma la tónica del triste, sangriento y largo conflicto de Irlanda del Norte, en el que Belfast se convirtió en el más nefasto escenario. Todo eso se adereza, además, con la incitación al odio que, desde las redes sociales, lanza un personaje caracterizado con una máscara de Guy Fawkes.

Por entre las historias que alimentan como el fuego a la novela, Carson se vale dos por tres de un mecanismo de tipo periodístico, informativo, que consiste en aportar una serie de datos históricos, sociológicos y políticos para una mayor comprensión de los hechos. El dispositivo, que funciona a la perfección en novelas tan dispares como Moby Dick (en la que Herman Melville volcó su saber enciclopédico sobre la cacería de ballenas y la vida en altamar en largos capítulos que interactúan con la historia principal) o en Viñas de ira (donde John Steinbeck incorporó al relato del periplo de la familia Joad hacia California variadas puntualizaciones sobre las condiciones de trabajo de los pequeños productores agrícolas), en Los incendiarios parece una operación de manual, como si la autora no confiara en el valor de una oportuna nota al pie y se dejara llevar por el exceso informativo como motor de la acción. Igualmente, no es ese el principal problema de la novela.

Niños con poderes

A partir de dos personajes centrales –un joven médico y un veterano exparamilitar– la novela coloca en escena dos historias sin conexión aparente, que comienzan a relacionarse a medida que la empinada cuesta de la trama se desenvuelve bajo los ojos y los dedos del lector. Puede pasarse por alto la razón incomprensible, para la propia estructura del relato, de por qué en ocasiones las peripecias de un personaje se narran en primera persona y, unos capítulos más adelante, en tercera, ya que, al fin y al cabo, el novelista es el demiurgo del universo que construye, pone en funcionamiento y al final clausura. El problema principal es el tono grandilocuente que adopta el narrador para referir cada acción que emprenden los personajes, un tono entre dubitativo y reflexivo que, en el contexto de aparente realismo de la historia, no logra generar ni siquiera un principio de empatía por los entes de ficción.

El personaje del doctor Murray, un joven médico despreciado por sus padres, que por su propia soledad y alejamiento de las convenciones cívicas más elementales se vincula con una suerte de sociedad secreta de infantes con algún tipo de poder otorgado por una malformación física, los Niños Desdichados, alcanza altos niveles de patetismo en su lucha diaria por convertirse en un profesional respetado y un abnegado padre soltero. En este personaje se cifra la clave de toda la novela, al ser presentado primero como testigo y luego como protagonista (indirecto) de la ola de violencia incendiaria que envuelve a Belfast. A través del personaje del doctor Murray, Carson deja fluir un humor sardónico, aunque demasiado medido, a través del cual embate contra las sociedades médicas, la paternidad, las formas de comunicarse con el diferente, el consumo desenfrenado, los medios de comunicación y la propia formación profesional (en un momento Murray se documenta sobre seres con malformaciones viendo una seguidilla de capítulos de Los Archivos X), logrando así que la novela se desprenda del tono rutinario y monocorde en que cae con demasiada frecuencia.

En conclusión, Los incendiarios se construye sobre una base fáctica de imperiosa actualidad (el odio virtual, la incomunicación, la manipulación mediática) pero derrapa al colocar a la literatura al servicio del presente y no al revés.

Los incendiarios, de Jan Carson. España, Hoja de Lata, 2020, 330 páginas. Traducción de Clara Ministral.