Una sacrosanta ola de rescates de artistas mujeres ya fallecidas llegó a los museos en los últimos tiempos: incluso en estos atormentados meses pandémicos se planificaron, o abrieron para cerrar enseguida, entre otras, una muestra sobre la excepcional arquitecta ítalo-brasileña Lina Bo Bardi en Chicago y una amplísima colectiva sobre pintoras de los siglos XVI y XVII en Milán, mientras que en Buenos Aires se está exhibiendo Crear mundos, que reúne a “cincuenta artistas mujeres que han formado parte a lo largo de todos estos años de la historia de Fundación Proa”. Acá, por suerte, parece bregarse por lo mismo: mientras el museo Gurvich acaba de inaugurar Una mirada en lo sutil y eterno, sobre Elsa Andrada, en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV) desde hace rato se puede visitar una nueva exploración de Amalia Nieto, quien, en realidad, en el Uruguay del nuevo milenio, fue de las primeras figuras en abrir ese derrotero de recuperación de pintoras y escultoras que a menudo se habían puesto entre paréntesis: hace justo dos décadas se le dedicó una retrospectiva en el Museo de Arte Contemporáneo de El País.
Empero, en su caso, ¿hubo realmente un olvido? Mirando su biografía, su presencia resulta bastante constante en las salas uruguayas en el transcurso de las tantas décadas de actividad (murió nonagenaria sin haber soltado nunca los pinceles) y fue la primera mujer en (ob)tener una exposición personal, también abarcativa de toda su trayectoria, en este mismo MNAV, aunque en el espeluznantemente tardío 1995. Ganó, además, como informa ArchivoX –interesante sitio web que se ocupa de “lxs artistas uruguayxs que no pertenecen al relato hegemónico”– “37 premios en salones nacionales, municipales, destacándose entre ellos el Gran Premio Pintura en el XXXI Salón Nacional de Artes Plásticas de 1967, el Gran Premio Escultura en el XXXIII Salón Nacional de 1969 y el Premio Pintura del Concurso de Caja Notarial de 1991”. En parte, entonces, integró dicho relato hegemónico y, sin embargo, es cierto que no tuvo y no tiene la misma fama que, por ejemplo, varios otros discípulos torresgarcianos (varones), seguramente menos dotados y más aburridos, tuvieron y tienen.
Así que realmente bienvenida esta Amalia Nieto - Retrospectiva, a cargo Héctor Pérez. Empiezo con las reservas: Nieto flota en una especie de vacío informativo. Con excepción de un breve texto, que es una cita de la misma pintora sobre la actividad de quienes crean, no hay ningún guion, ningún cartel explicativo; falta, resumiendo, cualquier ubicación histórica, siquiera escueta. Si no se deben sofocar las obras con palabras, dejarlas desnudas de contexto es igualmente, o más, desacertado (e incluso tramposo a la hora de mirarlas, analizarlas). Tampoco se entiende el desorden del rico material corolario –afiches, programas, cartas, libros, recortes, fotos–, sin datos y a menudo amontonado con descuido en las vitrinas.
La selección de piezas, sin embargo, parece acertada –están representadas, dentro de las posibilidades espaciales, las varias etapas de su camino– también numéricamente: en general, los ojos tienen especímenes suficientes para acostumbrase a cada “período” nietano sin cansarse, y Nieto, pese a conservar casi siempre sus características de síntesis, prudencia colorista, “mundo íntimo”, es una artista que va mutando briosamente con el tiempo. Así, luego de unos retratos de familiares y autorretratos pintados en Francia, pero en pleno auge planista oriental –un planismo si se quiere impuro, con memorias tal vez cezannianas– sorprende un bodegón del 30: la tentación de llamarlo el cuadro uruguayo más cubista de la historia, un cubismo expresionista y pastoso, es apremiante, y por otro lado entendible, dado que Nieto estaba en París, por estos años, dividiendo su tiempo entre las clases del fauve Othon Friesz y del tardocubista déco André Lothe (sin embargo, una síntesis tan atractiva es pura Nieto, nada de epígono).
Ya en Montevideo, y durante su afiliación entusiasta a la enseñanza de Torres García, los años 30 producen frutos también debido a su relación con Felisberto Hernández (a quien a su vez, se desprende de las cartas, la artista alienta a continuar su parábola literaria, a punto de ser abandonada): además de un cuadro que le dedica –un interesante paisaje abstracto casi kleeiano, pero sobre madera tallada, con aquella T (¿el mismo Torres?) que 50 años después, en otros cuadros, se volverá síntesis de rostros de personajes enigmáticos, no presentes en la sala–, se destacan las figuras dibujadas en las cartas, y recortadas y enmarcadas luego del divorcio, que mandaba a su amado, de gira pianística en el interior. Deliciosos bocetos de “petrushkos”, inspirados en aquella Petrushka de Igor Stravinski que el escritor concertista interpretó en Uruguay y Buenos Aires y para la que Nieto pergeñó el afiche: esbeltas combinaciones que parecen tirar, con sus travesías cromáticas, más hacia los rusos, por ejemplo Aleksandra Ekster, que hacia el mismísimo Maestro (cuya Asociación de Arte Constructivo Nieto dejará en 1941).
El fil rouge de la pintora podría ser la imponente atención a los objetos, tan fuerte que parece transformar en “cosas” también algunos sujetos humanos y las mismas formas abstractas: todo viene reificado a través de su filtro pictórico, perpetuamente en búsqueda de soluciones formales en que prima cierta quietud y sutileza, incluso luego de su segunda permanencia en París, a principios de los 50. En sus paisajes urbanos franceses (estos sí, casi ausentes en la retrospectiva), y luego en las abstracciones, Nieto arropa teóricamente sus imágenes en un envoltorio analítico, pero vivo, montando un mundo sin clímax, de formas que se superponen, rozan, entremezclan con gracia, incluso en la fase más “informal”, que siempre resulta amigable sin por eso mermar energía: sus poderosos y ya célebres búhos oscuros lo atestiguan.
Desmintiendo al Torres de tres décadas antes, quien declaraba que Nieto no se quería entregar al puro geometrismo, aparece el rayo pop-estructuralista que ilumina brevemente su carrera a fines de los 60, cuando produce parte de sus obras más llamativas: tanto los cuadros con campos recortados de tonos vivos sobre fondos igualmente encendidos como, sobre todo, en lo escultural. Se trata de los cubos (¿tendrán las mismas dimensiones que los Brillos warholianos?) y otros paralelepípedos ensamblables que revelan, además de la salida del cuadro –paralela a la que otra gran pintora, Amalia Polleri, en 1968, había recorrido con sus “cilindros móviles”–, la plena aceptación de lo geométrico-combinatorio y los colores chillones y alegres. Especialmente en los que funcionaron como escenografía intercambiable de su propia obra teatral Acrobino, estrenada en 1972 bajo la dirección de su pareja Laura Escalante.
Luego, en la sala, dado el orden cronológico seguido, asoman los años 80 y 90 y reaparecen pequeñas escenas de figuras, como ensayos de unos teatritos y, especialmente, las naturalezas muertas. Pero con un nuevo twist: se trata de una idealización de los objetos cotidianos que –y es evidente el componente de pulcra y artificiosa mise en scène de estos– toman aires metafísicos, esencialistas: el juego más fino se reserva a las sombras. Las cosas no la poseen más, carecen de volumen, pero cobran vida por otras sombras, las proyectadas, retículas que se insinúan sobre los planos, sellando perfectamente una investigación inquieta sobre la representación, mimética y no, que ha dado entre los resultados más desafiantes, y a la vez placenteros, del arte uruguayo del siglo pasado.
Amalia Nieto - Retrospectiva. Curador: Héctor Pérez. Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV, Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 2 de mayo.