Es sólo uno de los muchos Astor Piazzolla posibles. Tiene dos cabezas y dos voces y resulta, probablemente, el que estadísticamente surge en la punta de más lenguas cada vez que se pide un ejemplo de su música. Ese animal bicéfalo, formado por Astor Piazzolla en música y Horacio Ferrer en letra, entona, a veces, con la dulce voz arenosa de Roberto Goyeneche y otras con la entraña profunda de Amelita Baltar.

Es el Piazzolla de “Balada para un loco”, o de “Chiquilín de Bachín”, y sonó insistentemente estos días a raíz del centenario del compositor, recordado el 11 de marzo. De una indudable calidad melodramática, ese Piazzolla de Ferrer no tiene, sin embargo, demasiado que ver con la poesía. Su parentesco es más con el mundo de las tablas y el culebrón. Algo más lograda, y menos viral, es la canción “Vamos, Nina”, versión desesperanzada y pagana de aquel portento de mal gusto que fue “La bicicleta blanca”, ambas, la buena y la mala, del bicéfalo. Son textos que tal vez suenen de nuevo el lunes 22 a las 20.00 en el Auditorio Vaz Ferreira, dichos por Juan Antonio Saraví y sostenidos por el piano de Juan José Zeballos en el espectáculo Piazzolla y sus poetas. Estén o no estén en el programa, de cualquier modo ahí resonarán, aunque sea por ausencia.

Al tomar en cuenta otros ejemplos de colaboración Piazzolla-Ferrer, como “No quiero otro”, que se tambalea con más elegancia en la cuerda floja del kitsch, puede parecer extraño, a primera vista, que un poeta tan poco dotado como Horacio Ferrer logre ser, sin embargo, un letrista tan efectivo. Pero no se debe caer en el error de pensar que la virtud aquí es sólo de Piazzolla y decir, ferrerianamente, que cualquier verso sonaría bien tocado por tales manos. Sin las voces de Goyeneche o de Baltar ninguno de estos artefactos hubiera funcionado. La potencia de estas canciones no es, entonces, un tema de maridaje de buena música y mala poesía. Es el inspirado hallazgo de un tercer vértice que llega para resolver un empantanamiento binario, como bien descubrieron los teólogos que tuvieron que explicar la imposible fantasía del padre que es a la vez su propio hijo, dando origen al galimatías de la Santísima Trinidad.

Si se quiere encontrar el nexo entre Piazzolla y la poesía hay que recalar en el puerto de Mario Trejo. Lejos de las malas influencias de Buenos Aires, Piazzolla da con Trejo en Roma, donde el poeta está trabajando con Bernardo Bertolucci en el guion del filme Novecento (1979). Ahí, en una hora y media, Trejo escribe “Los pájaros perdidos”. Cuando Marcelo Scalona le pregunta en una entrevista si es cierta la leyenda, Trejo le responde: “Poné tres horas, así me creen”.

También con Trejo fue la zambullida más feliz de Piazzolla al mar del tango político (la peor, obviamente, fue con Ferrer, en “La primera palabra”), volcando Trejo algunas imágenes memorables en “Violetas populares”, dedicado a Violeta Parra y al Chile de Salvador Allende. Porque llámense muerte o revolución, las cosas esenciales, dice Trejo, merecen que se las mire con los tigres de esa mirada.