Los 27 años están marcados a fuego en la mitología del rock por el infame club de los que tuvieron la desgracia de morir a esa edad, como el blondo Brian Jones, guitarrista, fundador y primigenio líder de The Rolling Stones. Pero el cantante Mick Jagger y el violero Keith Richards, las dos cabezas creativas del grupo, cuando estaban por soplar las 27 velas, lejos de morirse, terminaron de dar vida a una decena de canciones con las que aprobaron el doctorado que habían empezado a cursar en sus dos discos de estudio anteriores: Beggars Banquet (1968) y Let It Bleed (1969).
Es el proceso de maduración que va del rock and roll al rock a secas. No se trata de un juego de palabras sino de expandir el género más allá de los confines de Chuck Berry y el blues de Chicago, tanto en el terreno musical como en las letras y en la globalidad conceptual de un disco que se pone en las bateas sin pensar en el qué dirán. Significa pasar del rock and roll como un divertimento para adolescentes insatisfechos de posguerra que se vende en discos simples con dos canciones a un álbum que puede contemplar un adulto, sentado en su casa tomando un whisky, como cualquier obra de arte, una por la que 50 años después de publicada vale la pena gastar tinta –literalmente, porque este diario se imprime–.
Ese trayecto hasta la madurez artística de los Stones ya se empezó a notar en el segundo lustro de la década del 60, marcada por lo que denotan algunas de sus grandes canciones, esas que se volvieron compartibles en estadios llenos. El universo entero escuchó “Satisfaction”, de 1965, con el padre de todos los riffs de guitarra eléctrica, en la que un Jagger veinteañero cantaba sobre la frustración de sentirse insatisfecho.
Apenas cuatro años después, el disco Let It Bleed abría con “Gimme Shelter” (“dame refugio”), una canción apocalíptica ya desde su construcción musical (una introducción misteriosa de casi un minuto, con un crescendo a base de arpegios), en cuyo explosivo cenit, nada menos que una mujer negra (Merry Clayton) cantaba una y otra vez, en forma bien aguda y hasta quebrar su voz: “Violación, asesinato, / están sólo a un disparo de distancia”.
Ojo con la bragueta
El disco Sticky Fingers (“dedos pegajosos”) fue publicado en Reino Unido hace exactamente medio siglo y consta de diez canciones, de las que apenas dos (“Brown Sugar” y “Bitch”) pueden ser consideradas rock and roll hecho y derecho; en las demás la banda cultivó su obsesión por el country, el blues y el folk estadounidenses, sobre todo de aires sureños (algunas sesiones de grabación tuvieron lugar en el hoy legendario Muscle Shoals Sound Studio de Alabama, que recién se inauguraba). Además, los Stones agrandaron su paleta tímbrica, sumando una pequeña pero contundente sección de vientos en forma estable, también para las presentaciones en vivo (Bobby Keys en saxo y Jim Price en trompeta).
Pero un álbum primero entra por la vista y por el tacto. Foto en blanco y negro. Primer plano de unos ajustados vaqueros con un cuerpo masculino dentro, que denotan una generosa entrepierna deslizada no muy sutilmente hacia su derecha. En la bragueta hay un cierre, pero no su representación icónica como parte de la foto: uno real, que se puede bajar y subir a gusto. Y no sólo eso, al bajarlo se ve, como corresponde, un calzoncillo blanco y el bulto, que sigue ahí.
El arte gráfico fue diseñado nada menos que por Andy Warhol y reducía a una niñería a aquella portada bananera del disco The Velvet Underground & Nico (1967). Pero, ojo, no todas las ediciones del álbum venían con una bragueta real –cabe recordar que en la época de oro del vinilo había versiones locales de cada álbum, incluidas las uruguayas–, porque producirlos resultaba más caro de lo normal; además, muchas veces los cierres dañaban los discos. En España, la dictadura de Francisco Franco directamente censuró la portada, pero no por costos sino por moralina. Se dio la paradoja de que el régimen aceptó una tapa literal, en la que unos dedos pegajosos salen de una lata de melaza, a todas luces mucho más repulsiva que la original.
No me saques la lengua
Con cierre o sin cierre, el álbum resultó crucial en el terreno gráfico por otro motivo: fue la primera vez que apareció la lengua como símbolo de la banda –en la funda interior, el sobre que guarda el disco, donde figuran los créditos–. El logo original lo diseñó un estudiante de 25 años del Royal College of Art de Londres llamado John Pasche, al que la banda le encargó la changa por un pago de 50 guineas –unas 1.000 libras de hoy–. Como disparador para la idea, Jagger le mostró al diseñador una imagen de Kali, la diosa hindú del tiempo, la creación, la destrucción y el poder (¿algo más?), que suele ser representada sacando la lengua.
Por sinécdoque, Pasche se quedó sólo con la lengua y los labios, y dibujó algo bien simple y pop, es decir, reconocible. Se convirtió, y rápido, en el logo más famoso de la historia del rock, por no escribir de la música toda. También transformó a los Stones en una marca, ya que fueron los primeros en explotar su logo hasta la indecencia. Pero esto no se trata de merchandising sino de música, porque un disco no va para ningún lado sin las canciones.
Lado A
1) “Brown Sugar”. Un riff de guitarra simétrico –se pregunta y se contesta– juega con los espacios. Una base rítmica (bajo de Bill Wyman y batería de Charlie Watts) que planta la semilla de un groove rocanrolero a lo Freddy Cannon (“Tallahassee Lassie”), con alguna pizca de funky. Jagger desparrama su lascivia a merced de una por demás polémica letra, que mezcla imaginería de los campos de algodón esclavistas de Nueva Orleans para rematarla con un estribillo que condensa el doble sentido droga/mujer (“brown sugar”, en lunfardo anglosajón, es un tipo de heroína, de la buena): “Azúcar marrón, ¿por qué sabe tan bien? / Azúcar marrón, como debería una chica joven”.
2) “Sway”. Una de esas canciones de los Stones tan oscuras que demoraron 35 años para tocarla en vivo, sobre la “vida endemoniada” que nos tiene para aquí y para allá, el no poder soportar sentirse muy deprimido por los amigos muertos –de Jagger– y cuál es la forma de encontrarse para salir de esa vorágine –el amor, dicen–. Es el arquetipo del blues-rock stone, de llevada arrastrada, con guitarra rítmica despreocupada –a cargo de Jagger, en esa época, una curiosidad–.
Sticky Fingers fue el primer disco de estudio de los Stones que contó con el veinteañero guitarrista Mick Taylor a pleno (en Let it Bleed sólo aparece en dos canciones). Reemplazó a Jones (al que antes de morirse ya habían echado), y fue el mejor violero que pasó por la banda, en el sentido estrictamente técnico. Pero era –es– mucho más que eso, con una sensibilidad única para el fraseo afilado y melodioso –algo bastante difícil de juntar–. Todo lo contrario a los virtuositos que parece que están ejercitando escalas para regocijo de su profesor de guitarra.
En “Sway”, Taylor se manda dos solos: en el del final demuestra por qué lo llamaron, remolineando por las notas, calentándose hasta explotar en orgasmos de agudos bendings (cuando se estira la cuerda para arriba o abajo). No en vano el tipo se formó con John Mayall, padrino del blues británico, y sus Bluesbreakers, donde tocó gran parte de la crema local del género, como Eric Clapton, Peter Green y Mick Fleetwood.
3) “Wild Horses”. Guitarras acústicas que arropan la melodía lastimera de Jagger –cuando quiere canta de forma sentida– con un ritmo country-folk, acompañadas por los punteos melódicos eléctricos de Richards. La balada stone por excelencia y el prototipo estético de un género en sí mismo dentro del rock (casi toda banda tiene su “Wild Horses”). Suele haber debates sobre la inspiración real de la canción, pero ni siquiera los miembros del grupo se ponen de acuerdo. Probablemente ni se acuerden, y a esta altura sólo importa que “los caballos salvajes no pudieron arrastrarme de acá y algún día los vamos a cabalgar”.
4) “Can’t You Hear Me Knocking”. Siete minutos y 15 segundos de épica viajada. Según la leyenda, de las tres secciones que tiene esta larga canción, la banda sólo tenía pensado grabar la primera, un rock-funky de acordes entrecortados típicos de Richards, pero cuando terminaron se pusieron a improvisar sin saber que la máquina seguía grabando. El mito dice que se colgaron a zapar en una sola toma, la que quedó en el disco, pero todo suena demasiado perfecto y en su lugar como para ser improvisado. Aunque, claro, estamos hablando de los Rolling Stones, de los que se puede esperar cualquier cosa, incluso talento.
En la última parte, de más de dos minutos, otra vez, Taylor hace de la suyas, probablemente despachándose con el mejor solo de toda la discografía stone, por el manejo de la dinámica –empieza casi como pidiendo permiso, un susurro–, el tono –bien gordo, de guitarra Gibson– y la construcción ascendente en base a pequeños fraseos repetitivos y pegadizos. Acá fue donde más se notó la separación entre la guitarra líder y la rítmica, algo que a Richards nunca le entusiasmó demasiado. Por algo Taylor duró sólo cinco años de los 60 que lleva la banda.
5) “You Gotta Move”. “Podés estar para arriba, / podés estar bajoneado, / podés ser rico, pibe, / podés ser pobre, / pero cuando el Señor está listo, / te tenés que ir”. La única versión del disco. Es una canción espiritual afroestadounidense sobre la muerte, que Jagger y Richards conocieron por la versión de Fred McDowell en clave delta del Mississippi. El enfoque de los Stones respeta la esencia acústica, despojada y minimalista, con la guitarra que repite y repite la melodía arrastrada, sufrida e insistente. Pero se le suma la eléctrica de Taylor, que la deja más densa, y la lacónica batería de Watts la vuelve más negra.
Lado B
6) “Bitch”. Otro rock and roll, más groovero y más funky que “Brown Sugar” –se puede bailar– pero sin doble sentido: habla de sexo y listo, hedonismo de a baldes. Jagger canta una melodía entrecortada, perturbada por lo que describe: que se siente cansado, borracho, jugoso, descuidado y afines, pero queda como loco cuando aparece la destinataria de la canción: “Sí, cuando decís mi nombre / me babeo como el perro de Pávlov. / Sí, cuando me volteás / mi corazón late más fuerte que un bombo grande”.
El motor que impulsa la canción es un riff de guitarra que se repite a lo largo y ancho de ella –al unísono con el bajo de Wyman–. Pero si hay algo que se destaca de “Bitch” son los vientos, con un arreglo tan simple como efectivo: doblan el riff, y eso la hace sonar más amplia y brillosa. Entre todas las estupideces que hay en el libro no escrito de reglas del género está que “el rock no lleva vientos” y quizás sea culpa de Mano Negra y su tenedor libre de estilos. Pero cuando salió este disco Manu Chao estaba en la escuela y su madre todavía le revolvía la cocoa.
7) “I Got the Blues”. Balada blusera con encare soul a lo Otis Redding, con los correspondientes arreglos de vientos, llevada por guitarras eléctricas con arpegios melancólicos a lo “Love in Vain”, de Let It Bleed, y con una letra que no podía ser sobre otra cosa que el desencuentro amoroso –circunstancial o eterno–. “Mientras espero por tu llama, / voy quemándome una vez más, / sintiéndome bajoneado, triste. / Mientras me siento junto al fuego / de tu caliente deseo, / tengo el blues para vos”. Otro punto alto de las interpretaciones de Jagger, aunque la gema de la canción es el solo de órgano Hammond que se manda Billy Preston, no tanto por lo que toca sino por cómo lo hace.
8) “Sister Morphine”. Pocas veces música y letra se amalgamaron tanto en toda la discografía de la banda, y sobran los dedos de una mano para contar las ocasiones en las que le dedicaron una canción a una droga desde un enfoque medicinal y no recreativo (antes fue con “Mother’s Little Helper”). “Acá, tirado en la cama del hospital, / decime, hermana morfina, / ¿cuándo volverás otra vez? / Creo que no puedo esperar tanto tiempo, / ¿no ves que no soy tan fuerte?”.
La canción empieza en plan folk lúgubre y se va tornando más blusera y oscura a medida que se suman los instrumentos, sobre todo la guitarra eléctrica del invitado especial, Ry Cooder –maestro del slide, al que Richards le robó varios piques–, y el piano de Jack Nitzsche, que suena con una reverberación amplia, como de catedral diabólica, que la envuelve en una atmósfera aún más tenebrosa. Jagger no puede con su genio, así que en una parte le canta a la “dulce prima cocaína”.
9) “Dead Flowers”. De todas las aproximaciones al country que hicieron estos ingleses irresponsables, esta es la más seria y certera. Con la paradoja de que la música tiene aires alegres –está en tono mayor–, con una armonía bien simple y pop, ideal para cantar todos juntos en un fogón, pero su letra es oscurísima y siniestra. Jagger pone un falso acento sureño –hace algo raro con la lengua– para meterse en la voz de un narrador al que le va muy mal, mientras que a su novia le va muy bien. En el estribillo Jagger y Richards cantan, como si nada: “Podés mandarme flores muertas cada mañana, / mandarme flores muertas por correo, / mandarme flores muertas a mi boda / y no olvidaré poner rosas en tu tumba”.
10) “Moonlight Mile”. Los dos discos de estudio anteriores cerraban con canciones que tendían a la épica, ambas en clave góspel-soul-rock, la obrera “Salt of the Earth” y la terrenal “You Can’t Always Get What You Want”, en la que Jagger repite que “no siempre conseguís lo que querés” como si se la cantara a aquel veinteañero que clamaba por satisfacción.
Sticky Fingers termina con una épica inclasificable, lo más cercano a la poesía en que se posó la pluma de Jagger, aires orientales nostálgicos y virtuosismo instrumental en el que Taylor sobresale, para variar, y Richards brilla por su ausencia. El disco cierra con una tranquila atmósfera de campiña inglesa, al revés de como empieza, con esa urgencia sexual arrolladora.
Medio siglo después, Sticky Fingers sigue siendo el disco por el que debería empezar todo aquel que quiera iniciarse en el mundo stone, pero también con el que debería terminar aquel que ya dio la vuelta a ese orbe infinitas veces. Está ubicado en un pedestal dentro de la discografía de la banda, incluso por Jagger, Richards y compañía: es el único álbum que llegaron a tocar entero en vivo –aunque desordenado, vaya sacrilegio–, en 2015, en el teatro Fonda de Los Ángeles, para luego editarlo en todos los formatos posibles.
Hoy Sticky Fingers está más al alcance de la mano que nunca, en cualquier plataforma digital. Las estadísticas del álbum en Spotify consignan que “Brown Sugar” tiene más de 150 millones de reproducciones, pero la segunda canción, “Sway”, tan sólo ocho millones. Esto demuestra que no basta con que las cosas estén a un clic de distancia para que se les dé cabida por completo, y que hay millones y millones que siguen esquivando el bulto.