Había entonces un abismo. Ese que engulle a la gente donde se termina el mundo. No a toda. Sólo a la que sobra. De cómo funciona esa mecánica trata Las venas abiertas de América Latina (1971), de Eduardo Galeano. El libro uruguayo más vendido de la historia cumple este año medio siglo de ediciones y reimpresiones permanentes. La editorial Siglo XXI lo festeja con una edición que logra lo imposible: agregar verdaderamente algo. No un prólogo, no un estudio, no un inútil conjunto de paratextos conmemorativos y laudatorios. Lo nuevo son dibujos de Juan Matías Loiseau, más conocido como Tute.

Es habitual, y justo, decir que el buen trabajo plástico en un libro no ilustra sino que dialoga. Aquí es así, pero un poco diferente. O, si dialoga, Tute no lo hace con el texto de Eduardo Galeano, sino con el lector. Le propone situarse en un punto de vista y, desde ahí, leer juntos.

La primera viñeta que aparece en el libro es un mapa de América Latina del que la gente cae hacia el abismo. No hay humor sino vértigo. Es como si Tute dijera: esto fue serio y se pagó con sangre. Pero enseguida suaviza el tono. El punto ya fue planteado, así que ahora podemos dejar que el horror fluya por la comisura del gesto de la ironía. Esa ironía fina que fue una de las marcas de fábrica de Galeano, de cuya muerte hoy se cumplen seis años.

Foto del artículo 'Galeano según Tute: 50 años de Las venas abiertas de América Latina'

El leitmotiv gráfico de las páginas siguientes es el cara a cara entre los conquistadores y los indígenas. Un cara a cara pautado por una mutua estupefacción, como si el estilo de humor de Buster Keaton fuera llevado al papel. El conquistador tiene una ferocidad que está en su acción más que en su prestancia, y a través de esta postura Tute nos recuerda que es posible graficar un genocidio haciendo hipar una sonrisa, como enseñó Quino.

Si está el lugar común de la espada con empuñadura coronada en cruz atravesando el mapa sangrante, el dibujante logra, en el otro extremo, evitarlo en el filo de la navaja: otro mapa, prendido fuego, con una pirómana Estatua de la Libertad.

A medida que el lector avanza en el libro ‒y vuelve a comprobar su brillante prosa y su hipnótica vigencia de crónica imperfecta‒, descubre que, en algún punto, el trabajo de Tute se ha hecho algo más oscuro. Más críptico, incluso. Es la irrupción de sus raros caballos, quizá circenses. Después llegan esas cabezas antropófagas que preludian el hormigón de la banca y las corporaciones, un poder que no atraviesa sino que aplasta.

Cuando al final vuelven los caballos, ahora en un único ejemplar encabritado, algún lector pensará en aquellos centauros de Anhelo Hernández, aunque su trazo sea tan distinto. Y ahí comprenderá que Tute no ilustró ni dialogó ni reinterpretó (aunque haya hecho, también, todo eso) sino que acaba de acompañarlo ‒en una lectura más crítica pero igual de estremecida‒ a regresar a un libro que tiene que leerse al menos dos veces en la vida.