Tiene algo, a menor escala, de Edward Hopper, el pintor estadounidense que registró en sus limpias y claras imágenes las cloacas de la soledad de la nación de los rascacielos y las praderas. Un residuo de eso puede detectarse, como rastros de pólvora en los dedos, en alguna de las muchas líneas que corren por la trama de las telas de Mario Arroyo. Pero no. La historia del arte no lo sostiene.

En cierta forma podría decirse que tiene más que ver con el otro Hopper, con Dennis, el actor. Con esos personajes siempre fuera de foco pero, a la vez, perfectamente nítidos en la construcción de una manera peculiar de estar en el mundo. Una manera que nunca es la de los demás, aunque tenga todos los elementos que están en las vidas de los otros. Sólo que los tiene combinados de un modo diferente.

En Mario Arroyo hay faroles, gachos, papusas, claraboyas, bandoneones. Y sin embargo no está el tango costumbrista. Lo que hay, al menos lo que se ve en las obras expuestas en este momento en el Museo Nacional de Artes Visuales, es una cruza entre Astor Piazzolla y Dashiel Hammet. Como si la experimentación musical estuviera sonando por detrás de un misterio de serie negra.

Si se acude al catálogo –que con muy buen tino reúne viejas críticas de sus exposiciones y un texto de antología de su amigo Horacio Ferrer, mucho mejor cronista que poeta– se conoce que Arroyo era, además de tanguero, un fan del cine francés. Ese dato, que enseguida hace pensar en El año pasado en Marienbad (1961), de Alain Resnais, trae también, por detrás, el cine de Jean-Pierre Melville. Porque los “misterios” que Arroyo plantea son primos del giro que le da Melville al cine negro estadounidense de su tiempo.

Pero, a la vez, es profundamente rioplatense. Uruguayo, podría decirse, si ese gentilicio no fuera, en términos de originalidades culturales, una exageración nacida de la nostalgia borgeana de la vereda de enfrente. Ese carácter pampeano está, por supuesto, en la obra que identifica la muestra Mario Arroyo, surrealismo rioplatense, que reabrió el martes y que está visitable hasta el 25 de julio. En “Último instante” (1980), ese arquero tendido en mitad de un escenario, rodeado de cuatro personajes hopperianos –en los dos sentidos del término– puede llegar a ser (casi) tan representativo de nuestra sensibilidad como lo es, respecto de lo que imaginamos hoy que fue nuestro siglo XIX, “Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires” (1871) de Juan Manuel Blanes.

La exhibición se acompaña de un audiovisual que repasa algunos de los óleos que “faltan” y que brinda una adecuada banda sonora tanguera al breve recorrido. Conviviendo con algunas composiciones facilistas, hay obras profundamente evocadoras, como “Esperando el ferry” (1979), emparentada, tal vez, con la atmósfera del cine de Marguerite Duras. La muestra tiene algo, también, de esta extrañeza del distanciamiento. Algo para lo que todavía no tenemos traducción exacta, pero que ya nos resulta familiar al oído. Sucede que el surrealismo de Arroyo, al igual que el realismo urbano de Hopper, es, a la vez, invención y crónica.