El interés de escritores y poetas por el mundo de los sueños es uno de esos tópicos que, pese a ser constantemente revisitados, no se agotan nunca. El mismo mundo onírico suele estar poblado de imágenes poéticas y audaces retruécanos narrativos ya analizados por las vertientes clásicas del psicoanálisis. Desde las vanguardias surrealistas hasta los Diarios de Franz Kafka, el Libro de sueños de Jorge Luis Borges o la anécdota del ensueño del poeta inglés ST Coleridge, reconstruida por Borges y más famosa que la composición poética a la que dio origen, Kublai Khan, una infinidad de escritores confiesan haberse inspirado en sueños para escribir algún relato o composición poética. O, incluso, llevar un diario de sueños, como confiesa el apócrifo Héctor Corvalán Ramos, supuesto autor de los textos contenidos en el último libro del escritor y periodista cultural Pablo Silva Olazábal, titulado El run run de las cosas.

En este caso se cuentan sueños que incluyen escritores, en algunos casos muertos (Borges, Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández), en algunos casos vivos, y en no pocos hay algún vínculo de cercanía, amistoso o cordial, entre el autor y esos escritores aparecidos en sueños, cosa nada extraña teniendo en cuenta la larga trayectoria de Silva Olazábal no sólo en la literatura sino también en el periodismo literario. De esta manera, el autor intenta que su colección de sueños se constituya en una reflexión sobre la literatura, sobre el acto de escribir, y hasta en algunos puntos sobre la misma condición antropológica del escritor. Al igual que ocurre en el mundo onírico, la narración alterna entre portentosos prodigios y milagros, prosaicos y jocosos absurdos o tortuosas pesadillas.

Puede generar desconfianza que, como se dice en la contratapa y en algunas reseñas ya aparecidas, se anuncie que este es un libro “difícil de clasificar”. Muchas veces esa descripción funciona como un cajón de sastre en el que se meten narraciones mal construidas, intentos fallidos de hibridación de géneros o lisos y llanos mamarrachos. Pero, sacando algunos pocos fragmentos, este es claramente un libro de cuentos cortos agrupados bajo una categoría conceptual (sueños en los que aparecen escritores). A causa de ciertos mecanismos propios de los sueños, la estructura de algunas narraciones se despega en muchos aspectos de la de planteo-peripecia-desenlace del cuento decimonónico clásico, pero de todos modos hay en todas una elaboración suficiente para hacerlas inteligibles y disfrutables, a diferencia de lo que muy probablemente ocurriría si el autor hubiera transcrito literalmente su libreta de sueños.

Los pocos fragmentos que lo hacen un “libro difícil de clasificar” son el punto débil que podría haberse evitado, y conjugan el recurso del álter ego apócrifo Corvalán Ramos y las acotaciones puestas al final de cada relato. Es lo que el autor (suponemos que tanto el real como el apócrifo) confiesa odiar pero se encuentra a punto de hacer: autoficción. Corvalán Ramos dice odiar las “escrituras del yo” y no haber incursionado en la escritura autobiográfica en sus anteriores diez libros, pero al mismo tiempo confiesa que su libro de sueños será concebido como “una novela de autoficción que termine con todos los libros del género”. El propio escritor admite que “suena algo desmedido” y en el breve posfacio admite también no haber cumplido su objetivo.

Es probable que ciertos mecanismos universales de los sueños hagan que no sean el mejor lugar para las “escrituras del yo”. Justamente, el yo es en sí mismo una tensión entre nuestros impulsos más básicos e inconscientes y el mundo exterior, lo cual se encuentra suspendido durante el sueño. Por eso importaría poco si esto lo hubiera soñado Héctor Corvalán Ramos, Silva Olazábal, Shakespeare o el cuidacoches de la esquina. Un buen texto para reflexionar sobre el tema es una colección de microficciones, injustamente poco citada y editada en nuestro país, de la argentina Ana María Shua, titulada La sueñera. Ahí se aprovechan al máximo los recursos poéticos propios del mundo onírico, pero el precio (o la recompensa) es una anulación casi total de la individualidad del yo que sueña.

Pero volviendo a El run run de las cosas, un problema no menor con las acotaciones puestas al final de cada relato es que, en la mayoría de los casos, debilitan el efecto fusión entre el mundo onírico y el real. Corvalán/Silva Olazábal intenta a veces hacer en ellas una interpretación del vínculo entre lo soñado y sus procesos personales al momento del sueño; otras, trata de extraer simbolismos relativos a la literatura y al acto de escribir (que muchas veces, además, parecen forzadas); otras, desliza puntualizaciones sobre qué elementos pueden haber sido tomados del mundo de la vigilia y cuáles no (una fiesta en un liceo con Gerardo Ciancio en el sueño se asocia a que Ciancio es director de liceo en la vigilia, y la posibilidad de que haya habido un acto de canibalismo en la fiesta se asocia a ciertos aspectos de la poesía del Ciancio “real”.) Lo que ocurre es que se termina clausurando significaciones y dejando al lector un espectro de evocaciones que podría haber sido muchísimo más amplio, con imágenes en algunos casos muy removedoras y potentes.

Es verdad que algunas acotaciones resultan interesantes desde una perspectiva anecdótica, si las tomamos desde un punto de vista de la psicología de la creación. O incluso como testimonio histórico, ya que a veces completan algo así como un “retrato” del escritor o escritora que aparece en el sueño, y en el futuro este libro podría ser un buen elemento para conocer cierta parte del ambiente cultural uruguayo. De hecho, Corvalán Ramos/Silva Olazábal, en el posfacio, guarda la esperanza de que sirva como recuerdo de algunas personas conocidas y queridas, y es verdad que en este punto surge la misma destreza para caracterizar la personalidad de un escritor que Silva Olazábal muestra como periodista. Pero aun así era más recomendable dejarlas al final del libro y no al final de cada cuento, ya que para la ficción no importa si tal o cual escritor se habría comportado realmente así en tal o cual situación: lo que importa es su papel en el relato. Es como si, para el autor, la fusión entre vigilia y mundo onírico fuera un objetivo a la vez deseado y temido, y, pese a buscarlo, no pudiera con la compulsión de separar una cosa de la otra.

En todo caso, estos fragmentos no ocupan un lugar significativo ni en su extensión ni en su funcionalidad al relato. Si se lee como novela o “libro difícil de clasificar”, puede ser un texto fallido. Pero es un buen libro de cuentos, algo menos que lo que hubieran querido los autores (el real y el apócrifo), pero bastante más que lo que ambos transmiten en el decepcionado posfacio.

El run run de las cosas. De Pablo Silva Olazábal. Montevideo, Estuario, 2020. 228 páginas.