Arranque a toda pintura, luego de la forzada pausa pandémica, en algunos de los museos montevideanos: Manuel Espínola Gómez en el Nacional (MNAV), varias de las piezas de la antológica Transformadoras en el Blanes. Y un combo de tres muestras en el Subte, en realidad herencia de la anterior gestión –el curador es Rulfo, excoordinador de la sala–, ya listas desde hace un tiempo, pero que no se habían podido exponer por el cierre de los museos. La mezcla de las tres es oportuna: la suma las potencia, permite reflexiones que, sin duda, si tomadas singularmente, no se generarían. Por un lado, en una mejorada sala central, nívea, se agruparon al lado izquierdo (entrando) los trabajos de Francisca Maya y al derecho los de Felipe Secco. Por el otro, en la sala M, ahora con un nuevo y más práctico acceso, un paralelepípedo negro que hospeda Libreta de Ushuaia, de Carlos Seveso. La división es clara: las pinturas de Maya y Secco, con fuerte vocación “gráfica”, que viven de su superficialidad (todos planos y campos de colores netos y vívidos), flotan en la luminosidad mientras la introspección del informalismo fuliginoso, con sus consuetas y espectrales presencias figurativas, de Seveso, se acurruca en la oscuridad. Es un esquema expositivo un tanto obvio, que por ende funciona.
Este “tríptico” se puede leer, muy microcósmicamente, pero con cierto provecho, como una especie de “estado de la cuestión” de la pintura abstracta o semiabstracta en el Uruguay de 2021, y quizá, si uno se dejara llevar por cadenas argumentativas –lo que no haremos, no teman–, de la pintura tout court. En efecto, sobre las paredes del Subte se recalcan divisiones antiguas, que a la base siguen teniendo la fractura entre un geometrismo (para nada rígido) comprometido con el no compromiso, vale decir, obtusa y orgullosamente formalista y autorreferencial, y un efusivo despliegue de sensaciones volcadas al torbellino de pinceles libres y libertadores, impregnados de autobiografismo, entre lo informal y la nueva figuración. Pero las cosas no son tan sencillas: vamos dirimiendo un poco.
Francisca Maya, aquí en su primera personal, delimita con determinación su campo de acción: varios los colores pero, en definitiva, pocas las formas: rectas y círculos en cuantiosas combinaciones, una especie de popización del esencial “círculo y cuadrado” torresiano, si se quiere, pero lo más lejos del Taller que uno pueda imaginar: la artista parece nutrirse sobre todo del diseño gráfico y tal vez del diseño industrial de su formación profesional –quizá repica también algún eco de los lunares de Yayoy Kusama–, pero con una paleta que impacta por su alteridad con respecto al repertorio nacional (incluso con la de Secco, ya muy descontracturada): un uso tan sistemático de colores fluorescentes y metálicos (dorado) sólo lo recuerdo en Santiago Velazco y Gustavo Tabares, pero en contextos intencionadamente mixtos, más receptivos, por cierto no acotados a lo abstracto. En este sentido, su proliferación de círculos y circulitos chillones sobre fondos negros, sus juegos con triángulos que se intersecan agradablemente con otros en superposiciones alegres y tonificantes –en una clara atmósfera decorativa, propia quizá de revistas de design– se puede percibir como cuerpo extraño en lo pictórico uruguayo y, por ende, como algo vivificante (sobre todo en las telas medianas; en los otros formatos, empequeñecida o agigantada, esta energía un poco se diluye).
Secco, por otra parte, presenta trabajos “históricos” y nuevos, justamente no colgados siguiendo la cronología sino, más bien, por “atracción”. Notoriamente, él también trabaja con campos plenos de color, pero el fulcro de su operar reside justamente, y contrariamente a Maya, en formas perpetuamente diferentes, mutantes, que derriban el “marco” rectangular –que de hecho no existe, a la Madí– y donde predominan la curva, el arabesco, la suavidad. En las últimas obras recarga su universo de gotas, droplets (tan tristemente actuales), células, perfectas en sus “grafías”, pulcras en su pulido obsesivo, cautivadoras en su corrección formal y colorista (en Secco nunca se siente “la mano”, elemento que en Maya sí está presente). Es difícil no rendirse al placer puramente visual que producen: aquí también priman el significante vacío, si es que tal cosa existe, y la autonomía. Pero hay elementos que complican esta fórmula. Varias de las piezas nuevas (pintadas entre 2018 y 2020), por ejemplo Arco celeste en llamas, Átomos viajando y Calma, se asemejan a potenciales íconos de aplicaciones inexistentes y lo “externo” se reintroduce solapadamente en el juego formal: Flash es una puntiaguda, morada e irregular estrella marcada por huecos circulares que sintetiza la inmaterialidad del físico resplandor de la luz, y en los 15 espejitos circulares con centros de colores de Ciclo infinito, más bien en sus anillos, se refleja el ambiente (y los eventuales espectadores) con una entrada directa de la realidad en la composición.
En Seveso, al revés, todo es input exterior escaneado y reformulado por la sensibilidad del autor, postrema estación de un largo viaje cuya raíz se remonta quizá a William Turner y su coqueteo con la abstracción y a la idea de mutua transformación entre naturaleza y habitantes. La muestra nace de viajes que el pintor hizo en Tierra del Fuego –tierra que parece hacer coincidir con un lugar mítico de “origen”–, donde fue anotando los efectos del paisaje en una libreta, interiorizándolo enseguida, naturalmente sevesizándolo: mapas de islas intervenidos con gentiles capas de color, un par de paisajes “legibles”, mientras la parte de la libreta misma es indudablemente la más abstracta, aunque se perciban halos de aquellos elementos naturales (sol, árboles, agua, viento, etcétera), tan impetuosos en el sur argentino mientras en un caso –de lo más logrado de la serie– es un elemento extrapictórico, el vidrio esmerilado, que brinda la justa distorsión a una especie de bosque. Curiosamente hay círculos también en Libreta de Ushuaia: unos tondos con collages donde se amalgaman manchas e intervenciones de color a pedacitos de “realidad” recogidos en el lugar (envoltorios, conchillas, algas, etcétera). Interesante cómo Seveso consigue, hasta cierto punto, no caer en el puro lirismo, y abre la perspectiva: por un lado, recuperando el caso del “santo anarquista” Simón Radowitzky (con fotorretratos trabajados y una botella, ¿de SOS?, con tela a rayas), su urticante historia de prisión durísima en Ushuaia, fugas frustradas, combate en la Guerra Civil Española, complicada estadía en la Montevideo de Gabriel Terra; por el otro, con la “ayuda” de más artistas, que ensanchan el espectro de disciplinas: un narrativo y atrapante poema de Luis Bravo dedicado a Radowitzky y un videopaisaje con sugestiva música a base de instrumentos locales por mano de Federico Musso.
Así, si posturas osificadas permanecen en la abstracción y sus alrededores, las grietas que en estos se siguen abriendo son el único recorrido fructífero de estos modi operandi, con historias ya larguísimas, pero aparentemente no agotadas.
Francisca Maya; Felipe Secco; Carlos Seveso. Curaduría: Rulfo. Centro de Exposiciones Subte (Plaza Fabini, s/n). Hasta el 19 de setiembre.