Los objetos están para ser interrogados. Para que cuenten las historias que esconden. Un disco es un disco por las canciones que contiene, pero también es un disco por lo que trae imantado, en un fenómeno de estática mnemotécnica, de lo que ocurrió con ese ejemplar en particular de la serie de ese título prensada en serie. Los objetos están para ser interrogados. Incluso los objetos que ya no están. El primer casete comprado con mis propios fondos fue un casete de Los Traidores en el Palacio de la Música, a crédito, gracias a que un compañero de pensión actuó de garantía. Así que Traidores es el punk de sus canciones, pero también son los huesos que usaba para sus clases un estudiante de medicina, el olor del tónico para el cabello de un futuro abogado y el sonido del timbre los días de reuniones conspirativas.

Cristina Fernández no. Cristina Fernández es un disco de pasta que parece acoplar si se lo pone al costado del punk de Traidores, pero comprado en la misma época de aquel casete de la segunda mitad de los ochenta, aunque en la pensión no había tocadiscos. Cristina Fernández es el disco de pasta comprado para llevar a una ciudad del interior y regalárselo a mi tío el día de su cumpleaños. El tío disruptivo que había dejado en su mesa de luz el libro Nada y así sea, de Oriana Fallaci, un millón de años antes, y había hecho nacer así, por descuido y sin intención, la intención de un oficio. Por eso merecía un regalo el día de su cumpleaños, aunque nunca se le dijera –esas cosas no se dicen, y a veces ni siquiera se saben– cuál era el trazo arqueológico que había derivado en el obsequio.

Ese disco ya no está. Pero los objetos están para ser interrogados. Incluso los que no están. Por eso el viernes 6 de agosto, cuando Cristina Fernández inauguró un ciclo de recitales de mujeres cantoras en el Teatro Circular (sigue por varias semanas y merece seguirse, en vivo o por streaming), no estaban solamente las canciones gallegas, su manera única de cantar a Zitarrosa, o su modo totalmente nuevo de abordar un viejo clásico como es el fado “Lágrima”, de Amalia Rodríguez. Estaban también el punk, los huesos del estudiante de medicina, el tónico para el cabello del futuro abogado, el libro de mi tío con los frágiles y duros vietcongs de Oriana Fallaci. Por eso no extrañó que saliera de entre las filas de butacas la figura despeinada de un viejo amigo cuya existencia, cada vez que nos vemos y nos saludamos significa, sin nombrarlos, Alfredo Zitarrosa, Estómagos, Eduardo Darnauchans y todo el temple del instrumento. O estar sentado en la butaca contigua de la chica que modeló para el póster del 30 aniversario del grupo conspirativo. Como no había extrañado, antes, que Cristina Fernández dijera que es necesario apoyar a ese teatro, el Circular, que tantas veces y por tanto tiempo había arropado a tantos en los momentos más difíciles para el arte, es decir, cuando el arte no sólo no era apoyado de ningún modo sino que era, en esencia y por completo, perseguido. Porque si se persigue a un artista se persigue a todos los artistas, no en el sentido corporativo del asunto sino en el sentido del hueso del asunto. Y así, de modo circular, todo sigue transcurriendo en la voz de Cristina Fernández.