Una madre joven mexicana sola migra a Albuquerque con sus dos hijos de, respectivamente, ocho y cinco años. Alquilan un apartamento chico en un conjunto habitacional suburbano poblado esencialmente por otros inmigrantes latinoamericanos y asiáticos, y casi toda la acción transcurre allí. Para poder agarrar sus trabajos precarios y subremunerados, a veces en doble horario, Lucía, la madre, no encuentra mejor alternativa que dejar a los hijos encerrados en el apartamentito todo el día, día tras día. (La situación básica, más el hecho de que el edificio tiene las paredes pintadas de rosado, hacen que mucha gente entable una relación con Proyecto Florida, de Sean Baker, 2017, pero la similitud termina ahí).

La premisa es muy humilde, como la realización misma. No hay una historia: el gran hecho anecdótico es llegar a Estados Unidos e instalarse en el apartamento, bien al inicio de la narrativa. Son indicios de un enfoque autobiográfico, el tipo de cosas que dejan una marca profunda en quien las vive, pero que no tienen la estructura de lo que solemos asumir como una película (hechos sensacionales, comienzo, medio y fin, moraleja). Por lo general, uno llega a estas situaciones por vivencia propia, no por la imaginación mediatizada por la cultura cinematográfica. Otro indicio más es la tecnología: aunque no queda explícita la época de la película, es claramente anterior a los celulares y a la difusión de los computadores personales. El principal recurso es un casetero, en el que la madre deja grabadas instrucciones y lecciones de un inglés mal aprendido, y los niños recurren a esos audios cuando la extrañan o cuando no tienen nada más que hacer. De hecho, el director Samuel Kishi nació en 1984 y vivió una experiencia como la de los personajes en Santana, California, junto a su hermano Kenji.

Aunque Los lobos fue concluida en 2019, se estrenó en 2020 en la Berlinale. Terminó pegando fuerte frente al contexto pandémico, que recontextualizó esta película sobre el confinamiento. Buena parte del film transcurre en el apartamentito desamueblado, en el que una cámara en mano sigue a los dos chiquitos pasando el tiempo. Hacen los dibujos de los “lobos ninja” y largan la imaginación a volar, sueñan con ir a Disneyland, se disfrazan, charlan, miran por la ventana, quedan postrados de aburrimiento, juegan, demandan a la madre exhausta cuando ella intenta dormir.

Obviamente, esto no es todo. Los niños transgreden las reglas y salen a pasear por el conjunto, momento de descubrimientos, observaciones, liberación, y también de visualizar los peligros al acecho, ya que hay una visible tensión destructiva entre los niños del edificio, que uno proyecta fácilmente hacia un futuro como el de los jóvenes, aparentemente pandilleros, o el indigente drogadicto. Max y Leo (los hijos) entablan un vínculo con los propietarios chinos del apartamento. Lucía busca alternativas que no funcionan bien: acomodarlos en la guardería de un culto bíblico, o traerlos al trabajo.

La música simplona y súper sentimental compuesta por Kenji Kishi amenaza todo el tiempo con arruinar la película, embadurnando con azúcar el trasfondo realista. Martha Reyes aplica a su Lucía un tono muy justo, pero el personaje hubiera demandado una actriz de verdad (se nota la consciencia de la cámara, intenta forzar el llanto sin lograrlo, fuma pero no puede disfrazar que no es una fumadora). En cambio, lo que suele ser el punto débil de tantas producciones latinoamericanas, los niños, se plantan con asombrosa naturalidad. La película se beneficia también de la presencia de la adorable Cici Lau como la propietaria. La imaginación de los niños está graficada con unas encantadoras animaciones de sus dibujos. Y hay un recurso llamativo e interesante que es la interpolación de unos retratos, filmados pero estáticos, de personajes del entorno. Son tremendos retratos, dignos de un libro de fotografías, de gente curiosa y diversa. Algunos de esos retratos vienen acompañados de una voz, supuestamente de la misma persona/personaje que aparece en pantalla. En otras ocasiones, aparece el retrato, ahí nomás, sin más justificación que su valor en sí mismo.

Los niños nunca van a Disneyland pero, como tenue compensación, Lucía los lleva a un parque de entretenimientos barrial. Se divierten un montón, y la película tiende a terminar en risas. Un poco antes de eso, hay abrazos, perspectivas de integración con la gente del conjunto residencial y la resolución del hecho más dramático de todo el film (lo de la latita). Es la principal concesión frente a la noción de “cómo debe ser una película”, es decir, que debe arribar a algo. En realidad, la anécdota propiamente no arriba a mucha cosa: ¿cómo fueron los siguientes meses y años? ¿Fueron a la escuela? ¿Volvieron a México? Es una resolución meramente formal y emotiva. Sin embargo, traduce otro aspecto querible de esta película muy pequeña y menor, que es una disposición de conciliación, de repaso sin reproches. La película está dedicada a la madre del realizador, y encara con empatía su esfuerzo. Lo mismo vale para los tacaños pero simpáticos propietarios, el vecinito potencial ladrón, el veterano drogadicto, el conjunto residencial de mala muerte pero que tiene árboles para trepar y pasillos por descubrir, y para la banderita estadounidense que no tiene la culpa de los sueños que suscita y frustra.

Los lobos. Dirigida por Samuel Kishi Leopo. Con Maximiliano Nájar Márquez, Leonardo Nájar Márquez, Martha Reyes Arias. México, 2020. Cinemateca.