Diego Kuropatwa (o, simplemente, Kuropa, cuando se pone el traje artístico) viene de un palo musical bien definido e identificable de la música popular uruguaya, que tiene como principal influencia a la camada de artistas que florecieron a fines de la turbulenta década del 70, como Los Que Iban Cantando, Rumbo y Fernando Cabrera, entre muchos otros. Pero fue en Rubén Olivera donde encontró más espacio para reflejarse, directamente, ya que fue su profesor de guitarra y también lo guio en el infinito camino de la investigación de la música (cabe recordar que Olivera es tan buen cantautor como docente e investigador, y su libro Sonidos y silencios, de 2014, es una prueba contundente).

El músico inició su camino discográfico en 2007 con el álbum Kuropa & Cía., en plan cantautor, con una esencia acústica en la que seguía alguna de las materias de la escuela en la que se formó, como la llevada precisa de arpegios de guitarra criolla, que siempre tienden a la milonga, las melodías relajadas y amenas, y el timbre cálido de la voz –aunque esto último no se estudia–. Pero también tenía varios “desvíos” de la raíz uruguaya, guiños hacia un lado más rock y pop (“Ya no sé”, “Como tu soledad”, por ejemplo).

Más adelante, en 2009, alumno y maestro juntaron fuerzas y se pusieron a la par en el disco en vivo Kuropa Olivera, que ahonda aún más en la veta clásica de cantautor. Pero fue en Herencia (2015), su tercer álbum, que Kuropa encaró más para el lado del rock-pop a secas, y la intención quedaba clara desde el arranque del disco (“Dejá de ser un niño”), con el enrulado denso de la batería, la voz más incisiva y el modo imperativo de la letra. Pero todo estaba pasado por un barniz sutil, tanto de arreglos como de producción.

Hace pocos días, Kuropa volvió al ruedo con su cuarto disco, titulado El lugar, que lo muestra más maduro, en una vuelta a su raíz de cantautor pero, a su vez, llevando aún más lejos el trabajo de producción y sobre todo los arreglos, cargados de sutilezas. Si bien el sonido es de banda, con Federico Mujica (guitarra eléctrica), Andrés Pigatto (contrabajo) y Esteban Pesce (batería), el encare general de la música tiene, como decíamos, el perfil del cantautor, con la voz y la guitarra española de Kuropa marcando el camino. Todo esto, puesto en su exacto lugar con la pulida producción de Diego Janssen. Además, hay arreglos de cuerdas (violín y chelo) en la mitad de las canciones, que les dan un aire más refinado y sensible, pero sin llegar a la grandilocuencia sensiblera –otra vez, lo sutil–.

Entre las canciones que más sobresalen del disco está “El ángel” –una de las dos en las que participa Olivera–, por varias razones que vale la pena diseccionar. Para empezar, por la calma de la melodía y la calidez con la que la interpreta Kuropa –que se amalgama en una sola voz con la de su mentor–, y para terminar, por la atmósfera envolvente creada por la percusión, unas pequeñas programaciones y los destellantes armónicos de guitarra eléctrica. Pero el punctum musical, que sobresale y nos deja pinchando en el oído está en la base candombeada que se construye por la mitad de la canción, casi pidiendo permiso. Cuando queremos acordar, ya se lo dimos, sin saberlo.

Acá está, otra vez, lo sutil. Así como a Herencia ese adjetivo le cabía porque abordaba el rock-pop sin exacerbación instrumental ni trajes estereotipados, en El lugar el acercamiento a los géneros que nacieron por estos lares se da como un gesto. “Voy aprendiendo de tu alegría a ser un poco mejor. / De lejos miro tu rebeldía, mi dulce niña, mi amor“, canta Kuropa en la segunda del disco, “Lazos–, que parece una continuación conceptual de algunas canciones del álbum anterior –en particular, de la que le daba nombre–, que estaban marcadas por el nacimiento de su hija. “Lazos” tiene algo en el arpegio de guitarra, en su pulso rítmico, de tintes chacareros, pero recién se puede caer en la cuenta de eso luego de varias escuchas.

Y ahí está la clave: El lugar es un disco para escuchar, no para saltar ni para ponerlo de fondo mientras lavamos los platos. Por ejemplo, la canción “Mi cabeza” construye una atmósfera de arreglos centelleantes que nos meten en un viaje onírico del que sería una pena despertarse mientras Kuropa canta: “Esta mente que no para, / que da vueltas en la almohada, / me presenta sus demonios / bailarines entre escombros”.

No puede caber ni media duda de que este es el álbum mejor arreglado del cantautor, y eso resulta obvio desde que empieza, con la canción que le da nombre, dueña de un medido juego de dinámicas en base a la yuxtaposición y el intercambio de líneas instrumentales. “El lugar donde nace el calor, / la humedad, esa gota corriendo en la piel, / el hechizo que ronda al final”, canta Kuropa. Y esa llama, ese no sé qué, el elemento esencial que enciende un álbum, está en El lugar.

El lugar. De Kuropa. Bizarro, 2021. Disponible en plataformas digitales.