No era fácil. No es necesario haber leído a Franz Kafka para comprender el adjetivo kafkiano cuando alguien cuenta sus peripecias con un trámite burocrático. Ni haber pasado por los siete tomos de En busca del tiempo perdido para entender que hay recuerdos que llegan, proustianamente, del modo más inesperado. Lo mismo sucede con George Orwell, un autor que peleó en el bando perdedor de la Guerra Civil española y que luego escribió una novela central del canon literario del siglo XX, 1984, con la cual matrizó el calificativo de orwelliano para un régimen de control extremo.

Autores así, como Kafka, como Proust, como Orwell, son sumamente difíciles de adaptar al teatro, y a cualquier otra forma de expresión artística. Para empezar porque la novela, su ámbito nativo, sustrae ‒nunca sabemos con exactitud cómo se ven el rostro del agrimensor de Kafka ni la taberna situada a los pies de El Castillo‒ mientras que el teatro hace una operación que es casi su contrario: pone en escena. Por eso muchas veces, las mejores veces, opta por ocultar para decir más, o elige sacar por completo la obra de contexto (piénsese qué hubiera sido de El accidente como adaptación de El combate de la tapera, si en vez de un auto estrellado en una carretera hubiera consistido en gauchos combatiendo en una tapera).

Por eso una adaptación teatral de 1984 no podía ser otra cosa que un deporte de riesgo. Y el deporte de riesgo, se sabe, puede dibujar una pirueta que corte el aliento para aterrizar suavemente sobre los esquíes en la pista de nieve, o terminar con el saltador estrellado.

El trabajo que Eugenia Fajardo y Marcel Sawchik hacen con 1984, de Orwell, tiene como resultado la obra 2084. En la versión que se pudo ver en el auditorio Nelly Goitiño hubo talento, sudor y recursos. Una pareja protagónica de buenos actores, escenografía cuidada y un uso profesional de la tecnología. Pero la pirueta no salió bien.

El riesgo no era solamente adaptar a Orwell al teatro. El riesgo era adaptar a Orwell a un momento orwelliano. Es como hacer Kafka para funcionarios del registro civil en la India británica, o Proust para un auditorio que acaba de lamer una delgada hoja de alucinógenos de diseño. Y en el marco de ese doble riesgo, 2084 parece arriesgar poco. En todo momento el espectador sabe lo que va a pasar, aunque no haya leído el libro previamente. Sabe que tal personaje denunciará a tal otro, que tal situación es una ratonera y que tal engaño es un engaño. El resultado es una adaptación fallida y previsible (aunque hay otras opiniones, incluso en este mismo periódico).

En 1947, cuando Orwell empezó a escribir la distopía que publicaría en libro dos años más tarde, actuó como un visionario. Hoy, cuando el teatro uruguayo está en un gran momento (piénsese en las obras de Sergio Blanco a partir de Kassandra, 2008), y cuando muchos aspectos de la realidad están muy cerca de lo imaginado por el autor británico, la obra 2084 se quedó demasiado lejos de ese punto de partida y peligrosamente cerca de las obviedades.